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La 'internacional verde' de Turabi

Sudán preocupa a los diplomáticos europeos. Hassan al Turabi, líder islamista sudanés, ha conseguido mediante maquiavélicos compromisos hacer de su país el centro de una internacional islamista que coordina movimientos como el FIS de Argelia, En Nahda de Túnez, el Hezbolá libanés, la Yihad egipcia o el palestino Hamás. En este texto se analiza la figura de este político.

Aunque los europeos le conocen poco, el sudanés Hassan Al Turabi es una amenaza indirecta para ellos. Es el jefe de la segunda internacional islamista, a medio camino entre la decana, fundada en 1928 por los Hermanos Musulmanes de Egipto -que adquirieron respetabilidad al evolucionar hacia el reformismo-, y los grupos activistas violentos como el Hezbolá y la Yihad Islámica, hijos de la revolución iraní de Jomeini, en 1979.Hombre culto y políglota (terminó en París y Londres sus estudios de derecho iniciados en Jartum), este jurista se convirtió en un miembro del establishment al casarse con la hermana de Sadek el Mahdi, uno de los jefes de la poderosa tribu de los Ansars y antiguo primer ministro. ¿Cómo ha llegado Al Turabi que, desde 1946, milita activamente en el Movimiento de Liberación Islámica sudanés, a convertirse en el pilar de esta segunda internacional verde? Recordemos que el verde es para los musulmantes el color de su religión.

Su trayectoria es inseparable de la de su país. A mediados de los años sesenta, entre la caída del general-dictador Ibrahim Abbud y el surgimiento de otro dictador, el también general Gaafar el Numeiri, los economistas regionales e internacionales tenían programado el futuro de Sudán: sería el granero de África. Con una superficie de 2.505.810 kilómetros cuadrados, es el mayor país del continente negro y del mundo árabe, y también el más fértil.

Pero la dictadura, el desbarajuste, la corrupción y la mala gestión destruyeron rápidamente este bello sueño. La guerra civil entre los musulmanes del norte y las poblaciones cristianas del sur terminaron de reducir a escombros el país: en 1993, el PIB per cápita no llega a los 300 dólares y, desde hace años, el sueño del desarrollo se ha transformado en la pesadilla del hambre para los 26 millones de habitantes de Sudán.

Teórico y prágmatico a la vez, Al Turabi ha demostrado en varias ocasiones que puede ser el campeón del compromiso. Acepta un acuerdo con el adversario cada vez que considera que está en una situación de transición. Sin embargo, su fin último, que jamás pierde (le vista, sigue siendo la victoria (le los islamistas. Si bien es cierto que denuncia la "decadencia (le Occidente", también lo es que sabe manejar a la primera potencia del mundo para tejer mejor su tela de araña.

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Maquiavelo

No desaprobó que Numeiri fuera el único jefe de Estado árabe que apoyó públicamente al presidente Sadat cuando, en 1978, firmó con el primer ministro israelí, Menahem Begin, los Acuerdos de Camp David. Convertido en ministro de Justicia, toleró que los aviones israelíes sobrevolaran Sudán para la evacuación masiva de los falashas, los judíos de Etiopía; como contrapartida, consiguió que Washington no se opusiese a que Sudán aplicara la sharia, la ley islámica, incluso a los cristianos. Y el que los militares islamistas hayan conseguido dividir y debilitar la rebelión del sur ha sido la causa de que el papa Juan Pablo II haya visitado este año Jartum, con la intención de aliviar la presión que sufren los cristianos.

Al Turabi fue también, y vio sin cierto maquiavelismo, el cerebro del golpe de Estado militar del general Omar al Bashir en junio de 1989; aunque para dar el pego a la opinión pública interna e internacional aceptó ir temporalmente a. la cárcel junto a sus colaboradores del Frente Nacional de Salvación. Hay que señalar igualmente que esta alianza entre militares e islamistas es la primera de su género en el mundo árabe contemporáneo.

Durante y después de la guerra del Golfo, en 1990-1991, Sudán apoyó a Sadam Husein, pero esto no impidió a Al Turabi ser el artífice de otra alianza, también única, entre un país árabe suní -Sudán- y un país no árabe shií -Irán-, alianza que se selló con la visita del presidente Rafsanyani a Jartum, en diciembre de 1991.

Es imposible saber si fue Rafsanyani quien manipuló a Al Turabi o viceversa, pero lo que sí es seguro es que Sudán obtuvo ventajas políticas y financieras. Se ha convertido en el coordinador de varios movimientos islamistas, especialmente del Frente Islámico de Salvación de Argelia, del movimiento En Nahda de Túnez, de los Hermanos Musulmanes de Jordania, del Hezbolá libanés, de la Yihad egipcia y del movimiento palestino Hamás. Y esto preocupa a los diplomáticos europeos.

Esta internacional de barbudos ha adquirido importancia debido al alcance de las acciones llevadas a cabo en 1992 en Argelia y en Egipto por grupos que se benefician de la infraestructura de Sudán, que, además, les da armas y pasaportes diplomáticos. Las relaciones con Túnez son malas por las mismas razones. Además el jefe de En Nahda, Rached Ghannuchi, que vive en el exilio, se ha convertido en cuñado de Al Turabi y este lazo de parentesco refuerza la cooperación entre los activistas de los dos países.

Los regímenes de Argel, Túnez y El Cairo han reaccionado formando una especie de frente unido para luchar enérgicamente contra los que ellos consideran terroristas. Con el envío de tropas, en diciembre de 1992, al disputado triángulo de Halayeb, en la frontera egipcio-sudanesa, el presidente Mubarak ha querido dar un serio aviso a la junta militar-religiosa de Jartum en nombre del Gobierno egipcio y de sus aliados del Magreb y el Machrek (Oriente Próximo).

Inquietud saudí

A Arabia Saudí también le inquieta la progresiva degradación de la situación desde hace dos años. Hasta la guerra del Golfo, la mayoría de los movimientos islamistas y de los grupos armados apoyados ahora por Jartum dependía de ella tanto ideológica como financieramente. Esta es la razón por la que Riad acusa a Jartum de servir de repetidor a Teherán y de favorecer las ambiciones del islam shií y de los mulás, adversarios de las petromonarquías regionales. Como no saben muy bien como volverse a hacer con la situación, los saudíes no han cortado los lazos: continúan importando azúcar sudanés (menos caro que el de los demás) y mantienen abierto en Jartum el poderoso banco islámico Al Baraka.

Desde hace aproximadamente un cuarto de siglo, Sudán ha sido objeto de la codicia de países "hermanos y amigos", sobre todo de Egipto, la Libia de Gaddafi y Arabia Saudí. Hoy es este país el que tiene aspiraciones hegemónicas que van mucho más allá de sus vecinos más próximos. En cierto sentido, se venga de los sinsabores que tuvo que soportar en el pasado. También han jugado a su favor los cambios habidos en el Cuerno de África. Desde la caída del régimen del coronel Mengistu, los rebeldes del sur de Sudán han perdido su santuario etíope. Por otro lado, el desorden que reina en Somalia aumenta el valor de las medidas de reactivación económica emprendidas por el general Al Basir, conforme a las exigencias del Fondo Monetario Internacional.

A pesar de estos éxitos relativos, las amenazas que se ciernen sobre el Gobierno sudanés siguen siendo numerosas. Hay indicios de que los militares y los islamistas no están siempre en la misma longitud de onda. Al Basir corre serio peligro de quedarse a la sombra de la influencia creciente de Al Turabi y puede temer las consecuencias de su estrategia a medio plazo. No hay que olvidar tampoco que Sudán es demasiado pobre como para mantener durante mucho tiempo una política regional ambiciosa.

¿No se arriesga a convertirse en un vasallo, si es que todavía no lo es, de la República Islámica de Irán? ¿No deberían los dirigentes de Sudán ser lo suficientemente inteligentes como para consagrarse de una vez al desarrollo de su país y aprovechar sus inmensas riquezas en lugar de dedicarse a mover los hilos de esta segunda internacional islamista?

Paul Balta es director del Centro de Estudios Contemporáneos de Oriente de la Universidad de la Sorbona, en París.

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