Muy hombres
Alfonso Guerra y Miquel Roca comparten destino. Los dos han pasado, recientemente, la época más amarga de su vida política. El primero, convertido en estrambote nacional de todas las coplillas, ha sido objeto de una muy intensa campaña de desprecio en la que participaron de forma muy activa sus propios compañeros de partido. El segundo ha reconocido en público que volvía a ocupar la secretaría general de Convergencia con mengua absoluta de su dignidad. Los dos, sin embargo, han sido llamados de nuevo a filas en la víspera electoral. Guerra ocupará en la campana "el puesto que se merece" y Roca volverá a encabezar la candidatura nacionalista en Barcelona. Desde el punto de vista de sus respectivos partidos la decisión no sorprende: un elemental cálculo matemático demostraría que el lastre de reacogerlos es menos pesado que la incertidumbre que provocaría su marcha. Ambos han sido reclutados, además, para que se batan el cobre allí donde la oferta de sus partidos presenta mayores grietas: uno deberá habérselas con los obreros y el otro con los españoles. Dos condiciones en hora baja: duro trabajo les espera.A pesar de las humillaciones sufridas, del escandaloso carácter de mal menor que su recuperación presenta, estos dos hombres van a aceptar el destino trazado. ¿Por qué? Pudiéramos aferramos al innoble misterio de la política. Lichtenberg tiene un exacto aforismo sobre el particular: "únicamente me gustaría ser rey para, con mis escasos talentos, llamarme L. el Grande". Pero este alto vuelo irónico quizá no corresponda aquí. Más bien cabría subrayar el extraño parecido que Guerra y Roca, en esta peripecia, ofrecen con el resto de los humanos, con esas gentes que apechugan día a día con el jefe de planta o de negociado, tragan saliva espesa y crían amorosa úlcera y velan por el pan incuestionable de sus hijos. Esas gentes para las que toda gloria es sobrevivir.
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