Carroña

Leo que las limpiadoras de un hospital de Cádiz han denunciado a su jefe por acoso sexual. Sí, ya se sabe, estos hechos suceden, y son más frecuentes de lo que una podría imaginar. Pero no es de jefes metemanos y de mujeres víctimas de lo que quería hablar, sino de un detalle que añadía la noticia: al parecer, las denunciantes se negaron a ser fotografiadas por la prensa porque habían acordado una exclusiva con TVE.
No es cosa de culpar a las limpiadoras: probablemente les han ofrecido una pasta gansa, o tal vez, y eso sería aún más inquietante, prometieron convertirlas en las reinas de la tele y en víctimas famosas. Tentaciones ambas bastante irresistibles cuando te encuentras triste y fastidiada, cuando te sientes apaleada y no tienes un duro. Lo que espanta, pues, no es que esas mujeres se hayan prestado al juego, si eso han hecho, sino el nivel de corrupción social que los buitres de la imagen están alcanzando. Y así, las pantallas de nuestros televisores están llenas de sentimientos palpitantes y corazones desgarrados, servidos a todo color y en primer plano en una auténtica orgía de exhibicionismo; y nuestra Lolita nacional, tan enamorada ella de su profesor calvo, pasea su pasión en exclusiva con los reporteros de la revista Panorama.
Tengo la vertiginosa sensación de que ya no hay límites: cualquiera puede ser tentado y corrompido. ¿Qué hace que una madre acuda al espeluznante programa de la máquina de la verdad para hablar de las fotos pornográficas de su hijita de cinco años? Desde luego, debe de ser el dinero: mucho dinero. Y el aturdimiento de este paroxismo de impudicia en que vivimos, en el que todo se compra y todo se vende, los dolores más secretos, las emociones más íntimas; todo se airea y se vocifera, todo se convierte en sucedáneo. En alimento para la fiera, en la carroña obscena del espectáculo.
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