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No a la ampliación 'a la carta'

El pasado 1 de febrero, dos países nórdicos -Finlandia Suecia- y uno centroeuropeo -Austria- iniciaron las negociaciones para su adhesión a la Comunidad Europea. Noruega, que en su día pudo formar parte del Mercado Común junto al Reino Unido y Dinamarca, pero cuyo electorado se pronunció en contra, también las iniciará en breve. En realidad, para hacer un poco más alambicado todo el proceso, las negociaciones no son las tradicionales de ampliación de la Comunidad, como las que realizó España durante casi una década, sino de adhesión a la Unión Europea, la entidad supranacional surgida del Tratado de Maastricht. Como es sobradamente conocido, dicho tratado aún no ha sido ratificado por Dinamarca ni por el Reino Unido.Interesa mucho remarcar este carácter de adhesión para tratar de evitar los errores del pasado, ya que los riesgos de que cada país aspire no sólo a una Europa a la carta, sino a confeccionarse un auténtico traje a la medida, son importantes. El primer boquete a la homogeneización se abrió en la propia cumbre de Maastricht, cuando se permitió al Reino Unido un estatuto especial en la política social y en la unión monetaria. Posteriormente, la cumbre de Edimburgo permitió que Dinamarca, cuyos ciudadanos habían rechazado en referéndum el tratado, se quedara fuera de la defensa, la moneda común, interior y justicia y la ciudadanía europeas. Fueron soluciones especiales para casos especiales. Pero ahora nadie puede llamarse a engaño ni ser sorprendido por lo que pueda surgir. En los países que llaman a la puerta de la Comunidad hay un deseo claro, al menos por parte de sus gobernantes, de no quedarse fuera de juego desde el punto de vista económico y comercial. Pero eso conlleva una serie de responsabilidades de otra índole que no pueden ignorarse.

Cuando el 1 de enero de 1986 se produjo el ingreso efectivo de España y Portugal, se produjo un desplazamiento del centro de gravedad de la Comunidad hacia el Sur. Es evidente que con la incorporación de los cuatro países citados el desplazamiento sería hacia el Norte. Para ver en qué medida, no hay más remedio que echar un vistazo a las cifras.

En términos de población, los 25,61 millones de habitantes que integran Austria, Finlandia, Noruega y Suecia representan un aumento de casi el 7,5% con respecto al colectivo actual de los Doce. En términos de producto interior bruto por habitante de la actual Comunidad se cifra en 14.488 ecus, el de los cuatro aspirantes promedia conjuntamente 15.262. Para los amantes de las estadísticas, digamos finalmente que el aumento físico es el más impresionante de todos. Aunque una buena parte del nuevo territorio comunitario estaría compuesto por tundras y glaciares inhabitables, la expansión en número de kilómetros cuadrados superaría el 50%.

En cualquier caso, el mensaje está claro; los cuatro nuevos socios serían contribuyentes netos a las arcas comunitarias, por lo que es hasta cierto punto comprensible la tentación de ponerles la alfombra roja. Sin embargo, tan humana tendencia debe ser contrapesada por argumentos políticos.

El primero es más bien de índole sociológica. ¿Hasta qué punto están dispuestos dichos países a abandonar una tradición secular de neutralidad, cuando no de aislacionismo -pensemos que, de los cuatro, sólo Noruega pertenece a la OTAN-, a cambio de las evidentes ventajas comerciales? ¿En qué medida pueden evitarse los fallos de procedimiento que regularmente se han cometido en el pasado, a saber, que los dirigentes gubernamentales adopten una serie de iniciativas que no tienen un respaldo popular mayoritario, con lo que, a la hora de la verdad, se quedan fuera de juego, por no utilizar una expresión menos académica?

De todas las promesas que infundía el espíritu de Maastricht, pocas tenían tanto calado como la de la política exterior común. De acuerdo, quizás el sueño de los Estados Unidos de Europa era demasiado ambicioso y no tenía en cuenta la extraordinaria pluralidad y los diversos orígenes históricos de los pueblos que integran el Viejo Continente, pero las sucesivas crisis internacionales demostraban tozudamente que Europa no podía seguir siendo un gigante económico y un pigmeo político. A raíz de la guerra del Golfo, se produjo un interesante debate en este sentido, porque en las decisiones a la hora de integrar la fuerza multinacional que liberó el emirato, la Comunidad Europea como tal pintó muy poco o nada.

Ese debate se ha reproducido, lógicamente con mucha mayor fuerza, con ocasión del drama de la ex Yugoslavia. Durante meses, a lo largo de interminables conferencias de paz y de acuerdos de alto el fuego que duraban menos de lo que tardaba en secarse la tinta con la que estaban suscritos, la Comunidad Europea ha dado alarmantes muestras de impotencia y de división interna, actuando generalmente poco, tarde y mal. Dejando al margen la delicada situación que afecta a uno de sus miembros, Grecia, respecto a la eventual independencia de Macedonia, lo cierto es que colectivamente no se ha hecho prácticamente nada por hacer cumplir el embargo decretado por las Naciones Unidas, especialmente por lo que se refiere al tráfico más vergonzoso de todos, el de las armas, que se desarrolla impunemente ante las mismas narices de los que teóricamente deberían detenerlo.

Y si en los actuales miembros falta la voluntad política para actuar en política internacional con una sola voz, ¿qué cabe esperar de los aspirantes? Pues, en resumidas cuentas, que busquen toda clase de reservas y subterfugios para no asumir responsabilidades que vayan más allá del terreno estrictamente económico y comercial.

En definitiva, Europa será más fuerte cuantos más países integren sus estructuras económicas y políticas. Bienvenida sea la ampliación mientras, primero, los nuevos países miembros acepten el compromiso en su totalidad y, segundo, no sea una nueva excusa para difuminar y vaciar de contenido lo poco o mucho que los Doce ya han conseguido.

es diputado del PP en el Parlamento Europeo.

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