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La gloría romántica

Manuel Rivas

Hace menos de un año, cuando el Deportivo desafió al destino y se salvó de volver al nicho de Segunda División en un memorable partido en Sevilla, Arsenio Iglesias hizo su primera declaración revolucionaria después de toda una vida de contención filosófica: "Empieza a gustarme esto del fútbol".Los gallegos, como escribió Sánchez Albornoz, llevan 20.000 años a la defensiva. A la edad de 62, después de largos lustros como jugador y entrenador, Arsenio encarnaba en el mundo futbolístico ese paradigma histórico. Era el conservador por antonomasia y gustosamente firmaría por un eterno cero a cero, a ser posible sin tener que pasar el angustioso trámite de jugar el partido. Si no había más remedio que salir al estadio, y esta desgracia solía producirse cada domingo, la consigna era defender. Defender el empate, defender el improbable milagro de una victoria y, sobre todo, defender con uñas y dientes una digna derrota. Esta genuina aportación galaica a los tratados balompédicos fue bautizada en romance gallego como el fútbol de arrecú (ir de culo): 1. No atacar al contrario para no incomodarlo. 2. En caso de atacar, avanzar siempre hacia atrás, como en el rugby céltico.

Pero Arsenio Iglesias, mientras las gaviotas gemían con saudade en el cielo de Riazor, sólo esperaba el momento oportuno para hacerse, como los mejores de su tribu, un conservador libertario, un romántico de pelo cano y sentido común de campesino.

Ese día en que a Arsenio comenzó a gustarle el fútbol se produjo un corte epistemológico sin precedentes en el balompié galaico: del resignado costumbrismo, a las mil primaveras de Alvaro Cunqueiro; del fútbol de arrecú, al realismo mágico, una combinación atlántica de solidez nórdica y genio brasileño, una síntesis de razón e imaginación, de ilustración y romanticismo.

El de Arsenio es un episodio con sabor romántico, pero no es él un solitario sobre un mar de nubes. Como el Depor de hoy, La Coruña es una ciudad meiga, encantada, hecha con mimbres cosmopolitas sobre la cuna de un bravo nido de pescadores ártabros. Picasso, que comenzó allí a pintar palomas, la llamaba la ciudad del viento. Hay tan buenos libreros como taberneros. El mar burbujea en los aparcamientos subterráneos y la hierba crece, fecunda, entre los adoquines. Hay días en que despierta como en óleo de Turner, inmersa en la niebla oceánica. Pero no tardan en abrirse todas las puertas y el sol centellea en las amplísimas galerías vidriadas de la Marina. Es ahí cuando se puebla de trópicos y bebetos, como si la pintara al mediodía el pincel caribeño de Wifredo Lam.

Como Arsenio, la afición coruñesa esperó durante lustros su oportunidad. Lo hizo con educación sentimental. Curtida en las derrotas, es de los pocos lugares conocidos donde se aplaude con exquisitez las buenas jugadas del contrario y donde el amor por los colores puede traducirse en pancartas más líricas que épicas: Voa, Depor, voa, que a curva me namora. Vuela, Deportivo, vuela.

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