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Una campaña hobbesiana

En uno de sus libros más conocidos, Cien preguntas básicas a la ciencia, se interroga Asimov sobre cuál ha sido el científico más grande de todos los tiempos, y responde de una manera curiosa. Si el interrogante versara sobre el segundo mejor científico, tendría muchas dudas, dice él, ya que son varios los que podrían optar a dicha posición en el ranking y sería difícil decidirse por uno u otro. Pero puesto que la cuestión se refiere al mejor, al número uno, la respuesta es relativamente fácil lsaac Newton.Creo que si de las ciencias de la naturaleza pasáramos a las ciencias de la sociedad y nos planteáramos ese mismo interrogante, nos ocurriría lo mismo que a Asimov, que nos resultaría sumamente difícil decidimos por el número dos, pero que nos sería relativamente fácil ponemos de acuerdo en el número uno: Thomas Hobbes.

Tal vez a algún lector le sorprenda afirmación tan rotunda, ya que en las ciencias sociales ha habido autores que han tenido una influencia práctica aparente superior a la de Hobbes. Quien lea las actas de los procesos constituyentes de finales del XVIII en Francia o de comienzos del XIX en el continente europeo comprobará que son mucho más frecuentes las referencias a Locke, a Montesquieu e incluso a Rousseau que a Hobbes. Y eso por no saltar a la otra gran ciencia social, la economía política (A. Smith, Ricardo), de la que diría nada menos que Hegel que es una "ciencia que honra al pensamiento".

Cualquiera de ellos sería un magnífico segundo. Pero ninguno de ellos llega a alcanzar el nivel de Hobbes, porque nadie como él llegó a penetrar de manera tan profunda en la esencia de las relaciones sociales sobre la base del principio de igualdad, en lo específico de las mismas, en aquello que. hace que los individuos se organicen de manera civilizada y conserven una organización de tal naturaleza.

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Fue justamente la radicalidad de su planteamiento lo que dificultó que su teoría de la sociedad y del Estado alcanzara aceptación general y que fueran versiones menos fuertes las que acabaran popularizándose. Pero todas sin excepción arrancan de la suya. De la misma manera que la matriz aristotélica domina por completo toda la teoría de la sociedad basada en la desigualdad, es la matriz hobbesiana la que domina toda la teoría de la sociedad civil, de la sociedad iguafitaria.

Y es así porque Hobbes extrajo de manera ejemplar las consecuencias decisivas del principio de igualdad para la vida en sociedad. Su tesis central, de acuerdo con la cual, desde el momento en que una sociedad se organiza sobre la base del principio de igualdad dicha sociedad se convierte en el lugar más inseguro imaginable para el ser humano, está desde entonces en el centro de todas las ciencias de la sociedad moderna.

En las sociedades organizadas sobre la base de la desigualdad de iure (todas las sociedades aristotélicas prehobbesianas), esa misma desigualdad es un principio de orden y, en consecuencia, la causa de la inseguridad está controlada por la propia constitución jerarquizada de la sociedad. Son sociedades menos libres, con menos posibilidades de desarrollo individual, pero más seguras.

La igualdad, por el contrario, es una fuente de inseguridad, y de inseguridad radical, ya que la igualdad no contiene un principio de orden, sino de desorden, de competencia generalizada, de lucha universal. Por eso es necesario el pacto social, por eso es necesario el Estado.

A la inseguridad radical tiene que corresponder un monopolio de la coacción física legítima. Es la única manera de que los individuos puedan desarrollar sus capacidades de manera pacífica y hacer, en consecuencia, que la vida en sociedad sea una vida civilizada.

Así, pues, lo que nos convierte en seres civilizados es, en última instancia, el miedo. No es el miedo lo que convierte a los seres humanos en más inteligentes, diestros o laboriosos, pero sí es el miedo lo que les lleva a organizarse de tal manera que sean capaces de sacar partido tanto individual como colectivamente de su inteligencia, de su destreza o de su laboriosidad.

Y sobre todo, es el recuerdo de ese miedo radical lo que hace que una sociedad se mantenga viva, que esté permantemente en guardia y que, en consecuencia, no degenere y se descomponga. Sobre esta definición de la so ciedad civil en el momento mis mo en que estaba iniciando su proceso de imposición práctica es sobre la que se construiría toda la teoría social posterior. Mientras que Hobbes rompe con toda la teoría de la sociedad anterior de la manera más radical ("la filosofía política no es más antigua que mi libro De cive ") y no depende nada más que de sí mismo, todos los demás científicos sociales son necesariamente hobbesianos. Sin duda, la economía política es la ciencia en la que la tesis hobbesiana se ha manifestado de manera más clara e intensa desde sus orígenes. Lo que mantiene viva a la producción basada so bre el capital es el miedo del empresario a ser expulsado del mercado. No es la competencia, no es el miedo, lo que convierte al capital en capital, pues lo específico de esta relación social de producción es la obtención de beneficio a fin de seguir obteniendo beneficio, esto es, el pro ceso de acumulación. Pero la competencia, el miedo, es lo que le obliga a protagonizar ese pro ceso incesantemente so pena de desaparecer. Por eso decía Marx que la competencia no es más que la imposición como coacción externa a cada capital individual de las leyes inmanentes del capital en general. Y también por eso el modo de producción basado sobre el capital es tan poco atractivo a priori y tan eficaz a posteriori soportando mejor que ningún otro hasta la fecha la prueba del nueve de su contraste con la realidad.

Pero en todas las ciencias sociales en general es perfectamente rastreable esa impronta hobbesiana. A medida que el avance del principio de igualdad se fue haciendo imparable y con la conquista del sufragio universal se llegó a las elecciones realmente disputadas y antagónicas que caracterizan a las democracias de este siglo, la presencia de Hobbes se ha acentuado en el sistema Político de dichas democracias.

Un sistema político sólo puede funcionar en la medida en que está dominado por el miedo, en la medida en que existe un riesgo real y efectivo de perder el poder por parte del Gobierno o de no ganarlo por parte de la oposición.

Algo de esto es lo que está empezando a pasar en España en este último decenio. El triunfo abrumador del PSOE en 1982, acompañado del hundimiento estrepitoso del centro-derecha español y del PCE, había convertido a nuestro sistema político en un sistema tan hegemonizado por la opción socialista que no había realmente competitividad, en el que había desaparecido el miedo.

Justamente por eso, el partido socialista ha experimentado esa tendencia inevitable a la autocomplacencia, a bajar la guardia y perder reflejos para reaccionar con rapidez ante determinadas circunstancias, lo que le ha hecho perder contacto con la realidad, es decir, con los ciudadanos.

Pero también la oposición se ha visto afectada por ese clima de falta de competitividad. Si el PSOE no tenía miedo a perder, el PP no tenía miedo a no ganar, puesto que sabía que no podía conseguirlo. De ahí que su práctica de oposición no tuviera nada que ver con los problemas reales del país, sino que consistiera en una descalificación por principio de la gestión socialista, sin que en ella se delineara una política alternativa mínimamente plausible.

Por suerte, parece que las cosas están cambiando. Independientemente de cuáles sean al final los resultados electorales en otoño, lo que ya está claro es que, por primera vez desde 1982,

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