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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Bél-gi-ca

DESDE 1830, momento de su creación como Estado, Bélgica ha sido una incómoda unidad bilingüe, cuyas diferencias etnoterritoriales coincidían además con compartimentos estancos en la vida económica. Entre los flamencos y los valones han acabado desestabilizando a Bélgica, que el pasado 6 de febrero dejó de ser un Estado unitario para convertirse en una federación; así lo asegura el nuevo artículo 1 de la Constitución. El problema que tienen ahora planteado los belgas es decidir si la nueva forma constitucional cierra definitivamente un proceso histórico de desintegración estatal o si, por el contrario, constituye un paso más dado en esa dirección (en frase de un político flamenco, "un alto en el largo camino de dos pueblos que buscan la independencia"). No es desdeñable el papel que podría jugar en este embrollo de futuro una monarquía que se enfrenta con innegables dificultades hereditarias y cuyo delicado papel de arbitraje ha mantenido a Bélgica unida en más de una ocasión.Durante el siglo XIX y la primera mitad del XX, fueron los valones francófonos quienes dominaron la vida nacional, apoyados en la propiedad de la tierra, la minería y los beneficios económicos del entonces Congo Belga. Los flamencos del Brabante encajaron mal esta hegemonía, estimulando apetencias de independencia. Tuvieron ocasión de tomarse la revancha tras la liquidación del imperio colonial y la caída de la minería, con el simultáneo desarrollo de los sectores industrial y de servicios concentrados en el Brabante. Esta evolución propició el sentimiento valón de la necesidad de protegerse frente a la fortaleza flamenca; y cuanto menor iba siendo la influencia de los francófonos en el país, mayor autonomía exigían.

¿Cómo interpretar la reforma constitucional ahora iniciada, y que deberá estar concluida a mediados de abril? Hacía tiempo que los partidos nacionales operaban con ramas valonas y flamencas, cada una con sus propias fidelidades lingüísticas; es más, a partir de 1980 el país había quedado dividido en dos regiones autónomas, a las que se añadió, en 1989, un cuerpo regional independiente, la conurbación de Bruselas. Pero el Gobierno seguía siendo totalmente unitario. Ahora cada región tendrá su propio Gobierno y un Parlamento separado, elegido por sufragio universal. El Ejecutivo central, que retendrá las competencias clásicas de una federación (defensa, relaciones exteriores, seguridad social y líneas maestras de la política económica y monetaria), estará integrado por siete ministros de cada fonía y presidido por quien dicen debe ser un "asexuado lingüístico". La alteración constitucional es enorme porque ni siquiera en las federaciones más descentralizadas se concibe un reparto del poder central en atención a una división etnoterritorial; se coarta así la libertad que debe tener un jefe de Gobierno democráticamente elegido para seleccionar a su Gabinete. ¿Y qué ocurrirá con ese Estado unitario cuando, en un futuro (ciertamente lejano), la CE asuma las competencias en política exterior, defensa y política monetaria?

A este complicado panorama se añade el problema de la capital, Bruselas. El 80% de sus habitantes es francófono, pero la ciudad es un enclave en territorio flamenco. ¿Qué hacer con ella? Tal vez la solución esté en que se convierta en una entidad administrativa completamente separada (como es el caso de Washington DC, colocado fuera de los dos Estados federales que bordean sus límites). Pero a falta de un Estado del que ser capital, es evidente que su soporte territorial y político debería acabar siendo la CE. Bruselas se habría convertido así en el eje político y administrativo de la Comunidad, de la que ya es capital oficial.

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