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El rey no muere

Antonio Elorza

El bicentenario de la ejecución de Luis XVI, acaecida el 21 de enero de 1793, ha suscitado sólo un discreto interés en Francia, a pesar de la atmósfera político-cultural propicia al aprovechamiento del menor pretexto para pronunciar condenas retrospectivas de la izquierda y de la revolución. Se ha aireado la encuesta donde una amplia mayoría de franceses declaraba que no hubiesen votado por la muerte del rey, pero todos sabemos que tales juegos seudosociológicos carecen del más mínimo valor. No resulta fácil que el actual habitante de París se meta en la piel de su antepasado jacobino del faubourg Saint-Antoine, del mismo modo que carece de sentido que un español de hoy, por muy antiimperialista que sea, valore como propios los desmanes de los conquistadores en América. Más significativos resultan los datos de otras encuestas donde, aprovechando las efemérides, son puestas a prueba las convicciones políticas de los franceses. Y aquí los datos son claros: el 80% piensa que la monarquía pertenece sólo al pasado de Francia, y casi dos tercios, que el acontecimiento no debiera tener una conmemoración oficial. La princesa Chantal de Francia, hija del pretendiente, conde de París, aporta su gota de buen sentido: las heridas históricas están restañadas y resulta absurdo todo intento de resucitar el partido de los llorones. "La guerra civil ha terminado", y bajo la república democrática caben la paz civil y la unidad de la nación.El debate se desplaza así razonablemente hacia el pasado. Aquí las críticas principales arrecian contra la ejecución innecesaria de un príncipe mediocre, pero virtuoso. Tras centrar su análisis en que Luis XVI no era un auténtico Borbón, lo que al parecer le hubiera permitido sintonizar con el pueblo francés, Pierre Chaunu define la ejecución como "una decisión inrnunda". Sin llegar a tanto, suele insistirse en su inseguriad, en la falta de "sensualidad del poder" (Furet), que le hicieron perder el rumbo de los acontecimientos. Sin embargo, la actuación política del desgraciado rey ofrece la base documental suficiente para desautorizar tales exculpaciones. La mentalidad política de Luis XVI queda perfilada en la declaración que presenta en la sesión real de 23 de junio de 1789. Se considera padre de sus súbditos y está dispuesto a tolerar el voto por cabezas en las cuestiones de interés general, la igualdad fiscal y la libertad de prensa, pero salvaguardando en todo la estructura del privilegio. Además, tal propuesta no podría ser discutida y, de no suscribirla la Asamblea, "yo haría sólo el bien de mis pueblos". Nunca irá más allá. Su aceptación, de labios afuera, de la monarquía constitucional irá siempre acompañada de una doblez que desemboca en la traición: la esperanza siempre puesta en los ejércitos extranjeros para ver restaurado su poder. No difería en esto del comportamiento que tendrán otros Borbones, como Fernando de Nápoles o Fernando VII de España. De ahí la huida de Varennes, los mensajes al emperador de Austria (y a Carlos IV) y el manifiesto del duque de Brunswick, detonante para la insurrección parisiense que derriba la monarquía. De hecho, desde el 14 de julio de 1789 hasta el 10 de agosto de 1792, la revolución avanzó, una y otra vez, por las sucesivas movilizaciones provocadas por los intentos reaccionarios de la corte. Luis XVI jugó, torpe pero insistentemente, en una sola dirección. Los consejos de Mirabeau, el dirigente revolucionario comprado por el de doblegar la revolución aceptando los cambios políticos nunca fueron escuchados.

Otra cosa es que la ejecución de Luis XVI tuviera, como apunta Ferenc Feher, un papel decisivo en la asociación entre terror y revolución. Una vez consolidado el uso de la eliminación física del adversario, la república entra en una dinámica de destrucción de sus propios principios. Según la fórmula jacobina, la virtud se convierte en el terror. Y no es que la violencia estuviera ausente de las monarquías absolutas, cuyos siglos han sido caracterizados por la investigación de Muchembled como "el tiempo de los suplicios"; además, el terror blanco de la contrarrevolución iguala pronto en barbarie al terror jacobino. Pero el equilibrio político buscado desde el 89 quedaba roto y sólo cabrá una salida autoritaria. De paso, la nación francesa encuentra por vez primera un sustitutivo al vacío simbólico creado por la supresión del personaje real. En el antiguo régimen, desde san Luis al Rey Sol, el monarca había encarnado con singular fuerza al Estado. Incluso, mediante la unción, adquiría la facultad de hacer milagros, singularmente en la curación de los escrofulosos con ceremonias que aún realizarán el propio Luis XVI y, más tarde, su hermano Carlos X. Por mucho tiempo, al fallecer un monarca, la fórmula había sido: "El rey no muere nunca". Pero el desgaste de la figura real bajo Luis XVI, culminado con su deposición y muerte, destruyó el contenido dinástico de esa asociación entre rey y Estado. El ascenso de Bonaparte demostrará muy pronto que pervivía, en cambio, la necesidad de un poder carismático al frente del Estado-nación. Incluso cuando en el siglo XIX tenga lugar el desgaste de los últimos Borbones y Bonapartes, la tercera república mantendrá el componente cuasi monárquico de un presidente elegido por siete años. Ya en fechas más cercanas, el gaullismo reactiva ese legado, e incluso su adversario Mitterrand lo ha asumido sin reservas. La república enlaza así con la tradición del viejo Estado real.

El ejemplo de Luis XVI muestra también hasta qué punto el factor personal introduce un elemento considerable de azar en la supervivencia de las monarquías. Este aspecto puede apreciarse aún con mayor claridad desde una perspectiva como la nuestra, donde la responsabilidad política del rey ha desempeñado un papel decisivo en el éxito de una compleja restauración. Basta echar la mirada atrás y hacia los lados para estimar que las cosas podían haber seguido un curso bien distinto con otros protagonistas de la misma dinastía. Y salvo para aquellos reinos de tipo escandinavo donde el papel del monarca es sólo nominal, el problema sigue en pie. La integración de los personajes reales en el circuito de los medios de comunicación de masas, tras una época de popularidad, puede, a fin de cuentas, desencadenar un efecto bumerán, según prueban las últimas peripecias de la casa real británica. Hacia el futuro, también el caso belga no resulta menos preocupante, con vistas a la futura ordenación de la convivencia entre flamencos y valones. Quizá la salida más segura consista en actualizar la antigua teoría de los dos cuerpos del rey, evitando, eso sí, que la persona física quede encerrada en un círculo de restricciones que seria incompatible con los márgenes de libertad propios de una sociedad democrática.

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es catedrático de Pensamiento Político de la Universidad Complutense de Madrid.

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