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Casablanca

Julio Llamazares

Medio siglo después de su rodaje y después de haberla visto tantas veces (la última justamente días antes de ese viaje), las imágenes de Casablanca se agolpaban en mis ojos mientras el avión que me llevaba de Madrid aterrizaba en el mismo aeropuerto desde el que una noche lluviosa de 1942 llsa Lund y Víctor Lazslo despegaban rumbo a Lisboa ante la desesperación de Rick y la mirada impotente del capitán de la policía francesa encargado del orden en el Protectorado. Al contrario que aquéllos, yo llegaba a Marruecos, no huyendo de una guerra ni buscando la verdad, sino precisamente, y a despecho de cualquier romanticismo, invitado por las autoridades españolas en Rabat para hablar de la mentira, ese oficio tan hermoso como antiguo (junto con el de la prostitución, el más antiguo del mundo), al que, como muchas otras personas, he dedicado mi vida. ¿O qué es, si no contar mentiras, narrar historias imaginarias y sucesos y anécdotas ficticios protagonizados por personajes que jamás han existido?Al día siguiente, en la Universidad de Rabat, y ante un auditorio de profesores y estudiantes de literatura, yo decía: "Si con una palabra se pudiera contar el mundo, sobrarían todas las historias. Pero no es así. El hombre sabe que la palabra es limitada y entonces cuenta y cuenta para acabar diciendo simplemente lo que le gustaría decir con dos palabras. Cuenta mentiras, inventa historias y personajes, crea tramas y argumentos que le ayuden a expresar sus sentimientos, pero, cuando se da cuenta, se encuentra él mismo atrapado por la fascinación y el vértigo de lo que está contando. Y es entonces cuando surge la novela como una nueva forma de interpretarlo, como un mundo de mentira elevado poco a poco a la categoría de metáfora". Y añadía, citando a Joan Barril en un reciente artículo publicado en estas mismas páginas: "La verdad nunca es tan cierta como la mentira, pero la mentira sólo es buena cuando consigue ejemplificar la verdad. Es lo que pasa, por ejemplo, en el teatro, cuando una trama falsa provoca en el espectador emociones verdaderas, o en el cine,

cuando en la cámara oscura la imagen real da lugar a una imagen invertida, pero más grande, una imagen que es mentira, pero que sirve a la verdad".

El texto que esa tarde yo leía en la Universidad de Rabat lo había escrito meses antes, y lo había leído ya más veces, pero nunca como en aquella ocasión a mí mismo me parecía tan claro. En algún lugar de él, y como apoyo a lo dicho, había puesto como ejemplo Casablanca y la impresión que la ciudad que daba nombre a la película me había producido el día anterior, lejos de desmentirlo, lo subrayaba. Seguramente, porque, con ella, se me confirmaba algo que desde hacía ya algún tiempo yo venía sospechando: que Casablanca es la película más mentirosa de la historia del cine y, por eso, justamente, la más grande.

En efecto. Mal que les pese a algunos cinéfilos, que preferirían creer que en el cine, al contrario que en la vida, todo está determinado de antemano, Casablanca es doblemente mentirosa, por película y por el modo en que fue rodada. Lo fue ya desde su inicio, cuando Jack Warner compró -por 20.000 dólares de la época, cifra nada desdeñable- los derechos de la pieza teatral en que se basa, una obra titulada Everybody comes to Rick`s, escrita por dos autores desconocidos y que había sido rechazada por diversas productoras (nada extraño teniendo en cuenta que, después del gran éxito de la película, alguien hizo el experimento de volver a presentar una sinopsis del guión y varias productoras volvieron a rechazarla), y siguió siéndolo luego a lo largo de su rodaje.

Según cuenta Otto Friedrich en La ciudad de las redes, ese maravilloso retrato del Hollywood de los cuarenta, Warner había comprado los derechos de la obra no pensando en hacer algo original, sino la continuación del Argel, cuyo exotismo africano tan buenos resultados le había dado. Incluso pensaba en los mismos actores, Hedy Lamarr y George Raft, como protagonistas, pero fue justo ahí donde al azar, esa mentira infinita, empezó a funcionar como una máquina: Raft volvió a demostrar la misma inteligencia que ya había demostrado ante El halcón maltés y rechazó el papel de Rick el Americano. Fue así como cayó en manos de Bogart, quien, todo hay que decirlo, lo aceptó de mala gana, furioso como estaba de que, como en el caso anterior, volvieran a ofrecerle otro papel rechazado por Raft. Con el papel de llsa también hubo problemas antes de que Ingrid Bergman se decidiese a aceptarlo, y lo mismo ocurrió con el de Lazslo (para el que en un principio se pensó en Ronald Reagan, quien por fortuna estaba rodando), con el de Sam (la productora quería que fuese una mujer la que cantase), con el del jefe de policía y hasta con el del comandante Strasser: Conrad Veidt, que se había vuelto imprescindible en toda película de ambiente cosmopolita que se preciase, exigió por su papel 5.000 dólares, casi el doble de lo que la propia Bergman cobraba por el suyo, a la semana.

Con el guión ocurrió otro tanto. En un principio se les encargó a los hermanos Epstein, pero, a mitad de él, éstos fueron llamados a Nueva York para trabajar en una película de Capra y lo dejaron. En su lugar, la Warner llamó a Howard Koch, un hombre de la casa, para que lo acabara, pero, en el camino, volvieron los Epstein, Casey Robinson fue requerido para que intensificase el papel de Lazslo, Albert Malts anduvo por allí también rondando y hasta el propio productor ejecutivo, Hal B. Wallis, metió mano. Al final, y pese a recibir el Oscar al mejor guión, nadie sabe quién lo escribió realmente, puesto que Casablanca llegó a tener cuatro guionistas oficiales.

De ese modo, y como ya es conocido, la película se rodó sin que ni los actores ni el director, Michael Curtiz, supieran muchas veces por la noche lo que habrían de rodar por la mañana. Como confesaría más tarde el propio Bogart, llegó a sentirse tan fuera de su papel que en más de una ocasión pensó en dejarlo. Algo parecido a lo que le pasó a la Bergman, que, como ignoraba el final de la historia (en realidad, llegaron a rodarse dos finales: uno en el que se quedaba con Rick y otro, que fue el que por fin ganó, en el que se marchaba con Lazslo), no sabía muy bien de quién tenía que mostrarse enamorada. Por si faltara algo, Mayo Methot, la celosa esposa de Bogart, empezó a sospechar que éste se había enamorado de la Bergman y comenzó a llamar al estudio haciendo el ambiente de trabajo insoportable. Pese a todo, la película salió adelante, y el 8 de noviembre, cuando la Marina anglonorteamericana desembarcó en las costas de Casablanca, aquélla estaba ya dispuesta para su estreno, eso sí, después de haber salvado todavía otros dos últimos obstáculos: el intento de un empleado del departamento de publicidad de la Warner de cambiar el título porque, según decía, Casablanca le parecía una marca de cerveza, y el del autor de la música, Max Steiner, al que no le gustaba nada la canción El tiempo pasará (que, por cierto, no es suya, sino una imposición de Burnett, uno de los dos autores de la pieza teatral en que se basa) y que pretendió crear otra canción y rodar nuevas escenas para cambiarla. Pero, por suerte, Ingrid Bergman se había cortado el pelo para Por quién doblan las campanas y el intento de Steiner llegó tarde.

Lo demás ya es cosa sabida. Casablanca, ese cúmulo infinito de mentiras, improvisaciones y casualidades, se estrenó con gran éxito de público coincidiendo con la celebración de la Conferencia Internacional de Casablanca -que reunió en la ciudad marroquí a Roosevelt y

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Casablanca

Julio Llamazares es escritor.

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