Economía, política y elecciones
La economía española ha entrado en recesión desde hace unos meses. Su nivel de actividad no debía estar muy boyante antes del verano -como no lo estaba en otras economías europeas-, pero aquí nadie reparaba demasiado en ello mientras el ambiente era de fiesta. Y aunque sería pueril atribuir a los actos del 92 la culpa de nuestros males las expectativas que se crearon en su entorno sí nos produjeron cierto despiste colectivo sobre la evolución de, la coyuntura.Ahora ya, con algún desfase, la conciencia de la crisis se ha extendido entre la opinión pública, aunque pervive cierta desorientación. Todavía hay quien piensa que la cosa no está tan mal como parece y que la atonía es más psicológica que real, y tampoco faltan aficionados a las teorías conspirativas que detectan oscuras maniobras de las autoridades económicas para ensombrecer artificialmente el panorama. Claro que desde ángulos opuestos también se aportan descripciones apocalípticas, que confunden una recesión cíclica con el desmoronamiento de todos los avances conseguidos a lo largo de la última década. El aniversario de los primeros 10 años de Gobierno socialista les ha dado pie a algunos para renegar de todo, hasta de lo más evidente.
De todas formas, tanto los escépticos como los agoreros piden que cambie la política económica, aunque no suelen decir en qué y hacia dónde debe hacerlo. En el fragor de la crítica se mezclan las voces, produciendo mucho ruido pero, pocos mensajes. A menudo se sustituye la oferta de estrategias alternativas -que siempre son bienvenidas- por la simple pro clamación de buenos deseos como si de ellos no estuvieran repletas las carpetas de los ministerios. En lo que sí coinciden todos es en que hay que tomar decisiones, pues no están los tiempos para cruzarse de brazos mientras los datos confirman el empeoramiento de los principales indicadores de actividad y se siguen rebajando las previsiones para el futuro inmediato. Todo ello ha dejado al descubierto nuestros desarreglos más preocupantes, que están a su vez interrelacionados: el paro y la pérdida de competitividad. ¿Qué hacer?
La destrucción de empleo se debe, en parte, a la caída coyuntural del ritmo de crecimiento, ante lo cual oposición e interlocutores sociales critican al Gobierno por no adoptar una política macroeconómica más agresiva, menos pasiva. Pero los problemas de insuficiencia de la demanda no pueden ser bien resueltos a escala nacional, ni con las recetas sindicales, ni con las conservadoras, ni con ninguna otra, pues en una economía abierta y cada vez más globalizada los países intermedios como España debemos aspirar a estar en las mejores condiciones posibles cuando despegue la actividad, pero no tenemos capacidad de dar el pistoletazo de salida. Y en el plano europeo nadie asumirá el liderazgo de la reactivación hasta que el Bundesbank se decida a permitirlo. Keynes sólo se pondrá de nuevo de actualidad en Europa -como parece estarlo en EE UU, tras la victoria de Clinton- si de cidimos actuar a escala comunitaria, donde de haber una voz decisiva será la alemana. Los electores, no obstante, siguen atribuyendo buena parte de las responsabilidades a los gobiernos nacionales, sea por no haber sabido o podido evitar la crisis -aunque afecte a todos-, como por no ser capaces de superarla. Además, la opinión pública tiende a adoptar reflejos nacionalistas en momentos como éstos, y recela ante lo que pueda venir desde más allá de las fronteras. Razones ambas que añaden dificultades a las generadas por unos presupuestos para 1993 de signo restrictivo, pero necesarios para contribuir al ajuste de los desequilibrios y a la convergencia nominal. Por fortuna no todo se reduce a la macroeconomía. Al menos en España, donde buena parte de los problemas que se manifiestan proceden del lado de la oferta. Es ahí donde residen nuestras carencias de competitividad y las causas del déficit exterior. Si no las atajamos -mejorando el funcionamiento de los mercados- seguirá creciendo el paro incluso si mejora la coyuntura, pues la demanda se dirigirá a los productos de fuera del país. Así es que la renuncia a ser más competitivos sería tremendamente injusta en lo social, además de ineficiente, desde el punto de vista estrictamente económico, hipotecando nuestro crecimiento a medio plazo.NacionalismosPero las limitaciones expuestas al hablar de las políticas de demanda no rigen para las reformas estructurales, microeconómicas. En este ámbito no se requiere una actuación coordinada con otros países del entorno, y más bien hay que plantear una batalla en la que los que antes eran aliados serán ahora nuestros contrincantes. Las actitudes nacionalistas pueden en este caso servir de acicate y de palanca para la acción, y ésta no es incompatible con los equilibrios macroeconómicos, pues las dos ramas de la política económica se complementan al tomar decisiones en el mundo en que vivimos.
Ese tipo de reforma necesitan, eso sí, fortaleza política y comprensión social. Ciertamente, ni la una ni la otra son abundantes en momentos de bajo crecimiento, máxime cuando se acerca el final de la legislatura. Los partidos de la oposición afilan sus armas electorales y se escudan en la supuesta falta de credibilidad del Gobierno para no colaborar y descalificar las medidas que se adopten, aunque coincidan con sus respectivos programas. Los sindicatos pueden, quizás, aflojar en sus reivindicaciones, empresa por empresa, sobre todo en aquellas expuestas a la competencia internacional, pero mantienen posiciones firmes ante el Gobierno, planteándole exigencias para que ceda en lo macro y no avance en lo micro. La CEOE, a su vez, parece volver a las andadas, implicándose de modo cada vez más claro en favor del PP.
El clima preelectoral también añade dificultades y tentaciones en el interior del propio bloque de apoyo al Gobierno. Dificultades para la puesta en marcha de reformas que al chocar con intereses establecidos pudieran influir en el voto de una serie de colectivos, sin que a cambio sus efectos positivos sean constatables al cien por cien en el corto espacio de unos meses. Y tentaciones de abandonar por un tiempo el rigor y cebar la bomba, pues ya habrá ocasión, una vez cerradas las, urnas, de llamar a la sociedad a la realización de nuevos esfuerzos.
La tarea para el año que se inicia es, en efecto, muy compleja. Por ello, hay quien prefiere abrir ya, la campaña electoral y dejar las cosas como están durante los próximos meses. Según sondeos recientes, unas elecciones ahora podrían acortar las diferencias entre los dos principales partidos -manteniendo el PSOE su primer lugar-, impidiendo una mayoría clara en las Cámaras. Hasta la nueva legislatura se paralizarían las reformas estructurales, e incluso es de suponer que se reactivaría la demanda, corrigiendo ab initio los presupuestos recién aprobados. El Gobierno entrante, probablemente minoritario y por ello débil, tendría bastantes complicaciones para girar de nuevo en tan poco espacio de tiempo hacia el rigor y la eficiencia, si ése fuese su deseo. En suma, se perdería, al menos, un año en la lucha contra la crisis.
La hipótesis alternativa me parece claramente mejor. Queda tiempo en esta legislatura para completar reformas en marcha -que son bastantes- y avanzar en el ajuste macroeconómico, en espera de una reactivación que puede trasladarse a lo largo de 1993 desde Estados Unidos hacia Europa. Y ese tiempo puede y debe aprovecharse. No alcanzo a ver por qué unos electores bien informados premiarían a quienes no se atreven a afrontar la realidad tal cual es, y rechazarían a los que les señalan, con coraje y ambición, una senda razonable para aspirar a un futuro que va a depender básicamente de nuestro propio esfuerzo. Intuyo, además, que los premios y los castigos de los votantes en los próximos comicios no tendrán que ver principalmente con la gestión económica, sino con la política en sentido amplio. Y la mejor política es decir a los ciudadanos la verdad, y actuar de acuerdo con lo que se piensa y con lo que se dice.
Joaquín Almunia es diputado del PSOE por Madrid.
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