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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Don Jorge (Renales) Campos

"El rey Edipo tenía un ojo de más tal vez". Este verso escalofriante de un Hoelderlin que, desde su torre de Tubinga, no era ya capaz de escribir sino fragmentos, conviene al final de Jorge Campos, ciego y que escribía porque tenía a quien dictar su lucidez.En el homenaje de la mano sapiente, delicada e implacable de Pablo Beltrán de Heredia y Castaño, he hablado sobre Campos. No más conocerle, supe enseguida que era explotado literariamente y sin misericordia. ¿Y por qué se dejaba? Suyas fueron las programaciones primeras de Persiles y Temas de España, dos colecciones de la editorial Taurus. Conocía todo de las letras españolas e hispanoamericanas. Claro que estaba resentido; era su derecho inalienable de intelectual relegado. ¿A qué fin el menosprecio de García Pavón, a quien seguía siempre el bonísimo asturiano de Cerca de Oviedo que fue José María Jove? (Campos tenía por su madre sangre asturiana). No olvidemos que Pavón, a más de escribir cuentos muy valiosos, bebía a la hora de la juerga leche con granadina. En el seminario de la Fundación Ford, administrado por el Banco Urquijo, Campos intervenía poco y decisivamente, a veces sólo con los ojos, muy vivaces y claros.

Amenazaron con largarle en un consejo editorial de Taurus. Amenacé yo con dimitir, si así lo hacían. ¿Una parca siniestra, ignorante, risible, tramaba contra su distancia que confundía, la muy pecorona, con laboriosidad escasa, urdió aquel cese? Respeté desde lo más hondo de mi corazón sus relaciones con Santander: José Luis Hidalgo, José Hierro, Carlos Salomón, Julio Maruri y los pintores; él respetó mis modestos saberes de Alemania y de Francia y no sólo teológicos. Lo que más le agradecí fueron las confidencias sobre su hija: "El hombre insólito mantiene casta", que dudábamos si iba a ser Concepción Arenal, Rose Bonheur o Rosa Luxemburgo. Leí con atención todos sus prólogos, que mayormente eran estudios preliminares. Él me inició en textos escondidos de nuestro siglo XIX, por ejemplo, del sargento Mayoral. A veces, hablaba más de lo que pretendía: en torno a Valencia, los Ribes, José Luis Hidalgo. Sospeché que en Valencia estaba la clave de su personalidad. Me enteré tarde de que su primer apellido era Renales. ¿Lo evitaba por su referencia a los riñones? No; por razones políticas de la guerra civil. Todavía estábamos en los afluentes de aquel horrendo caudal de sangre y tiros. Se le tildaba de maledicente, a él que tanto callaba. Conté indefectiblemente con su discreto apoyo: para los Rahner, para Frankfurt y para los consejos de Ricardo Gullón. Tuvo un gusto exquisito para la tipografía y las ilustraciones. ¿No pintaba?

Gullón sobre todo, Tierno y Aranguren lo estimaban sin tapujos. Releer sus cuentos es un regalo. José Ortega Spottorno, articulista que por asalto nos asombra en EL PAÍS, rechazó su edición en Alianza porque, escribió, carecían de aura. ¿Había leído Ortega a mi Benjamín del alma? Investigador de hemerotecas, me contaba los chistes de los papeles humorísticos de la II República sobre los curas perversos, asesinos, etcétera, luego se transformaron todos en dignísimos eclesiásticos. Ni tanto ni tan calvo. ¿Quién me iba a decir a mí que llegaría yo a ser presidente de la Asociación Nacional de Hemerotecas? La de Madrid, la tengo al lado, y la Nacional me la aprendí con las guías del bigote africano de Carlos González Echegaray.

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Ínsula resultaba menos insulsa, que así la apostrofó la perfidia de Jaime Gil de Biedma, cuando Campos escribió en sus páginas. No recuerdo lo hiciese en Revista de Occidente o del desoriente, según la maldad de Juan Ramón Jiménez.

En sus narraciones, el protagonista es casi siempre fiel trasunto del autor. Ironía, apariciones en puntillas, soterramientos guadianeros: sí, esas hechuras imaginarias son Jorge Renales, Jorge Campos.

Creció al lado de la cácel de la calle de General Díaz Porlier. No supo entonces que por allí dentro estuvo un jovencísimo, casi niño, José Hierro, que no podía ver el mar. Acaso oyó que sus barrotes guardaron a don Julián Besteiro. Sí que estaba enterado de esto don Julián Marías, compañero riguroso de Jorge durante aprendizajes bachilleres. Desde su despacho en la FUE, escuchó que García Lorca fue apeado de la dirección de La Barraca porque sus actitudes políticas no resultaban suficientemente sólidas. Con la Institución Libre de Enseñanza gozó, por generación, de maestros más liberales, esto es, menos intolerantemente liberales, que los santos fundadores. En Valencia, se imprimían unos pliegos de aleluyas, que comentaban hechos destacados de la guerra; escribía nuestro hombre e ilustraba Bardasano. Subtítulo de la publicación: 'Con ripiazos de Renales y monos de Bardasano', Cinco días del tren blindado (Valencia, 1939) hace crónica de sus experiencias en el Comisariado Central de Fuerzas Blindadas, al frente del cual estaba Luis Sandín, fusilado tras una huida a Portugal. (¡Qué crónica no escribiría el señorito Pablo, esto es, Beltrán de Heredia y Castaño, de su viaje como jefe de tren, desde Ginebra a Madrid, con los cuadros del Museo del Prado, algunos de la Casa de Alba y otros más, tren en el que también viajaba en tanto guardián del Santísimo Cristo de Medinaceli y su pelambre, el reverendo padre capuchino Laureano de las Muñecas, que trajinó al Cristo y la enseña nacional que lo cubría para obtener el único vagón de primera clase, en ristre su cigarro puro y la enseña nacional). Max Aub dedicó a Jorge un ejemplar de Campo de los almendros: "Él, sí estuvo". El tal campo lo fue de concentración. Coincidió Renales en él con Félix Luengo, Manuel Tuñón de Lara y un triste e injusto etcétera. La única manera de escapar hubiese tenido que ser emulativa de la Asunción de Nuestra Señora a los cielos, aunque sin salmodías que alertarían a los guardianes. El campo era vecino de la mariana huerta de Elche. Desde luego, que haber sido funcionario de ferrocarriles es rasgo bien literario: entre nosotros, don Ramón María de Campoamor; en Francia, Valéry Larbaud, que clamaba incluso porque los libros tuviesen formato manejable para viajes en tren.

En 1941, da a las prensas del Turia el primer libro que firma con el desde entonces definitivo nombre de pluma, Jorge Campos. ¿Evocación del terruño paterno en los de Esplegueras o del de concentración? Los estudios universitarios dieron para él comienzo por instigación de Manuel Ballesteros desde su primera cátedra. Tuvo que aprender latines, mal y deprisa, para matricularse. Pero no se "matriculó" en el SEU y fue expulsado del alma máter. En la pensión Doña Esperanza compartió, por casi dos años, cuartuco con José Hierro. El poeta jamás le oyó nada acerca de su vida precedente.

Ya en Madrid, catalogó bibliotecas junto con Pablo Beltrán de Heredia y se introdujo, de mano de Rodolfo Barón Castro, en los parajes de las letras hispanoamericanas: probó ser en ellas un especialista. (¿Le hubiesen publicado algo en este feneciente V Centenario? ¡Vayan ustedes a saber!).

Fue alma, sobre todo matinal, de Arión, la editorial breve y exquisita de Fernando Baeza, que es una ricura, según Dionisio, y trabajaba solo por la tarde. Baeza, finísimo catador de letras y sonidos, desempeñó con tino nuestra Embajada en Alsacia. Jorge conoció a don Pío Baroja por mediación de su sobrino Julio Caro. Don Pío negó haber escrito La dama de Urtubi, narración que tanto gusta a Castilla del Pino, y haber largado contra los curas. El hirsuto vasco compartía ya opinión con el general Franco: la carne eclesiástica es muy indigesta. ¡Cosas! Estimaron a Campos, y muchísimo, Moñino y Aleixandre. Su primera recopilación de cuentos, El hombre y lo demás (1953), deja resonar armonías clarinianas. Pienso que fue uno de los primeros en escribir sobre Carlos Fuentes. A Taurus, trajo a Azorín, García Mercadal y Ribes. En su palomar de la plaza del Marqués de Salamanca coincidió con José Luis Garcí, que me explicaba, flaco y un algo estrábico, cómo no le gustaba aquel trabajo, que invariablemente no desempeñaba, y aspiraba a hacer cine. Aquellos años son inolvidables. Refugio de pecadores (Fernando Savater), de transterrados (Gullón y Ayala), de parados (Enrique Tierno), de primeros libros tras obligadas vendimias docentes fuera del solar patrio (José Luis L. Aranguren), de recuperación de diarios peligrosos (los de don José María Gil Robles), de tertulias y, sobre todo, presentaciones provocadoras (la de los discursos parlamentarios de don Julián Besteiro a cargo del todavía entonces no excelentísimo señor González Márquez).

Don Jorge Renales Campos, no quiere este texto constituir hinchazones que siguen a la moderdura de glorias cacareadas tarde y sin remordimiento. Que cada palo aguante su vela; yo, aquí y ahora y siempre, sostengo en mi mano trémula el cirio de la piedad y de la rabia.

Jesús Aguirre es duque de Alba y miembro de la Real Academia Española.

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