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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Integrismo hindú

EL NACIONALISMO belicoso y desgarrador no es un fenómeno sólo occidental. Es cierto q ue cuando nos topamos con él en otras latitudes aceptamos como bueno el, nombre que sus violentos promotores adoptan: integrismo religioso; pero la pasión de fondo responde igualmente a una concepción intransitable de lo nacional. Ése es el caso de la civilización islámica cuando conmociona el norte de África en nombre de una exacerbación política del hecho religioso, como también lo es hoy en la India, donde las tornas se vuelven contra el islam, cuando son los fanáticos hindúes los que destruyen templos musulmanes, poniendo en peligro la frágil fábrica de laicismo que recubre desde la independencia la Unión India.Las violencias que comenzaron el domingo con la destrucción por integristas-nacionalistas hindúes de una mezquita en Ayodhia, al norte de la India, y que han costado ya cientos de muertos, atacan al corazón de la concepción del Estado que fundó en 1947 Jawaharlal Nehru. En ese año, que alumbró la independencia de la India y Pakistán, concluyó la presencia colonial británica en el subcontinente con un reparto salomónico de religiones y poblaciones. Mientras Pakistán acogía a la mayoría de los musulmanes procedentes de un espacio de cuatro millones de kilómetros cuadrados y se constituía en Estado virtualmente monorreligioso, la India edificaba una aconfesionalidad que no distinguía más que ciudadanos, cuya práctica de la religión sólo podía ser un asunto personal.

Una minoría de musulmanes permaneció en el país, y esa minoría alcanza hoy casi los 100 millones de fieles, en una India que ya supera los 800 millones de habitantes. La inmensa mayoría de los restantes son adeptos del hinduismo, más una filosofía que una religión salvacionista, pero no por ello menos intolerante. La historia de la India democrática ha sido la de una esperanza parcialmente frustrada. Las grandes aspiraciones de la dinastía de los Nehru, que ha dominado casi 40 de los 45 años de independencia, se han realizado en la medida en que la India se ha convertido en una potencia media, claro poder hegemónico en el subcontinente y país plenamente democrático en su desarrollo interior e influencia internacional, pero en mucha menor medida en cuanto a su capacidad para transformar el paisaje económico de una de las poblaciones más pobres de la tierra. A mayor abundamiento, la desaparición de la Unión Soviética viene a reducir el interés de la inversión estratégica internacional en el país, cuando su primer ministro, Narasima Rao, juega la baza de la apertura política y económica a Occidente.

En ese mosaico plurinacional hasta la enésima potencia, donde los separatismos agitan regularmente el mapa desde Cachemira al Punjab, de Asam a Nagalandia; una parte del hinduismo hace balance de todo lo que hay de fracaso en la gran aventura política del subcontinente. Y tratan de imponer un credo y una lengua, el hindi, los únicos que expresan, según sus airados defensores, la esencia de la India ancestral. En España sabemos mucho de esencias impuestas con la cruz y por la espada para no entender desde alguna proximidad mental lo que significa la uniformización de las conciencias, y cómo, en esta ocasión, es el islamismo el que es crudamente acosado en esta nueva ronda infernal de guerra comunitaria en la India.

El poder público, sin embargo, sabe qué es lo que se está jugando. Ha reaccionado con una contundencia tal que ha acabado en un atroz derramamiento de sangre, lo que difícilmente encaja con nuestros parámetros sobre orden público y derechos humanos. Pero en lo político, a corto plazo, parece resultar de una efectividad inmediata: detención de los líderes que pregonan el fanatismo; toma del poder desde Delhi en el Estado de Uttar Pradesh, donde estallaron los disturbios; convicción en la defensa de la laicidad de la India. Sería una terrible paradoja que la extensión del mapa democrático que ha seguido al fin del enfrentamiento Este-Oeste consintiera el estallido de la gran nación democrática del Asia continental. Y que eso no pudiera evitarse con actuaciones políticas ponderadas.

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