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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Los muros interiores

"EL PUEBLO ha hablado y respetamos la grandeza del sistema democrático", declaró George Bush ante sus desconsolados seguidores en su noche más larga y triste, la que le desalojó de la Casa Blanca por un amplio margen. Lo que los votantes -el pueblo- han expresado en las urnas no deja lugar para la duda: querían un cambio y lo provocaron sin ambages. Es tiempo, pues, de balances y análisis.Hay que partir de un hecho incuestionable: la realidad económica, política y comercial es de tal magnitud que condiciona incluso el poder del presidente de Estados Unidos. De ahí que la nueva opción elegida el martes incida más en los aspectos formales del sistema democrático que en una transformación sustancial de los contenidos. Nadie en su sano juicio puede pensar que con Clinton ha llegado a la Casa Blanca un libertario. Objetivamente hablando, quien ganó no es, por ahora, sino un discreto gobernador demócrata del Estado más pobre de la Unión. Ocurre, sin embargo, que las formas son cada vez más importantes, precisamente por las complejas implicaciones e interrelaciones de la economía norteamericana y por los controles y equilibrios (lo que se llama checks and balances) en la distribución de poder.

Pero ¿cómo explicar el éxito electoral de un discreto gobernador? El triunfo de Clinton es, sobre todo, el fracaso de George Bush y de su mentor político, el ex presidente Ronald Reagan. Es decir, es el triunfo sobre una política económica y social en la que la entronización del individualismo y la potenciación del libre mercado como única razón filosófica han implicado el desdén hacia lo público, hacia las políticas asistenciales, educativas y sanitarias, hacia la falta de integración de las minorías étnicas y sociales. El reaganismo -puro o pasado por Bush- resultó, además, desproporcionadamente estimulado por la desaparición del socialismo real en Europa.

Con todo, no se pueden valorar los resultados del pasado martes sin situarlos en un contexto de crisis económica mundial. Los tiempos de vacas flacas aumentan la sensibilidad de los ciudadanos y, con frecuencia, provocan exasperación. Ése fue, para su des gracia, el campo de juego de George Bush, un terreno poco abonado para la misericordia de los electores. La multiplicación del déficit, las incumplidas promesas de una congelación de la política fiscal, el desplome de la productividad, la deflación de los mercados inmobiliarios o los escándalos en la banca (como los de las cajas de ahorro y préstamo) impiden ya creer que toda solución se encuentra en un mundo idílico.La derrota después de la victoriaSe ha citado a John F. Kennedy como precedente de Clinton. Sin embargo, han pasado casi 30 años y muchas cosas para creer en las reiteraciones históricas. Clinton y Gore pueden ser hijos espirituales de Kennedy, pero nada más. Aspiran a gobernar con otro talante, con otro estilo menos ampuloso, probablemente incluso más inseguro, pero, por lo mismo, más próximo a la mayoría. Para ello se apoyarán, sin duda, en un excelente equipo surgido de los tradicionales y progresistas círculos de la política demócrata y de brillantes núcleos universitarios: personajes como Lee Hamilton, Warren Christopher, Sam Nunn, Paul Volcker, Robert Reich, Tim Wirth, el general Colin Powell o Robert Altman.

¿Cómo pudo Bush perder unas elecciones tras haber ganado aplastantemente una guerra en el desierto, habiendo desalojado al enemigo tradicional y tópico del comunismo, habiéndose convertido en guardián único de la paz mundial, en perseguidor apocalíptico de los narcotraficantes, en defensor de la familia y de los valores tradicionales, como se refleja en el impulso dado a un Tribunal Supremo claramente escorado hacia el integrismo moral?

El problema para los republicanos es que sus expertos en campañas electorales basaron sus planteamientos en dar respuesta a las preguntas e inquietudes de una sociedad que ya no existe. El cambio sobrevenido en la principal potencia mundial es, precisamente, el que se corresponde con una sociedad adulta, en la que la madurez ha sustituido a lo primario, a lo ingenuo. En realidad, lo que el pasado martes cayo en Estados Unidos fue su propio muro de Berlín, un sistema de análisis y comportamiento esquemático y simplista, un mundo sencillo con buenos y malos.

Ciertamente, esa sociedad había dado ya muestras suficientes de haberse embarcado en un nuevo rumbo. Las dio cuando Clarence Thomas sólo pudo acceder al Tribunal Supremo como candidato de Bush tras enormes dificultades y con muy mala imagen. Las dio simultáneamente con el respeto y peso específico que alcanzó Anita Hill, la colaboradora de Thomas que denunció el acoso sexual a que éste la sometía. Las dio con las cada vez mayores campanas en favor de los enfermos del sida, tan abandonados presupuestariamente por la Administración de Bush, o en favor del medio ambiente (Al Gore, el nuevo vicepresidente, fue tildado de Mr. Ozono en tono jocoso y ,despectivo por los republicanos). Las ha vuelto a dar en los referendos locales coincidentes con las elecciones: en Oregón, desestimando la propuesta de reprimir con mayor dureza a. los homosexuales, y en Washington, rechazando la reinstauración de la pena de muerte en el distrito federal. El porcentaje de participación electoral (más del 55%) supone la incorpora ción al proceso de una buena parte de las nuevas generaciones, precisamente -podría añadirse con sarcasmo- de las que entienden de forma muy distinta calificativos como el de Mr. Ozono.

Los mercados financieros internacionales, por su parte, parecen haber recibido el cambio en la Casa Blanca con moderado escepticismo. Es lo propio de quienes manejan materias tan volubles como la evolución del dinero. A Clinton le esperan tiempos difíciles. Accede al poder en plena recesión económica mundial, con unas relaciones comerciales internacionales estancadas -ahí está ese largo y desalentador callejón sin salida de la Ronda Uruguay, a punto de desencadenar una guerra de penalizaciones mutuas en la exportación / importación de productos-; con una Europa comunitaria que asiste a un debate feroz entre los partidarios del Tratado de Maastricht y sus oponentes; con un papel hegemónico justificado más por la debilidad ajena (la CE y Rusia) que por el convencimiento de la propia fortaleza; con Japón y Alemania -los dos países perdedores de la II Guerra Mundial- instalados en la cúpula del poderío económico. Con un poderoso resurgimiento de los nacionalismos, legítimos o disgregadores...

Un mundo duro, mucho más próximo al escenario interior norteamericano que lo que hubieran deseado los adalides del neoliberalismo económico. Tan similar que hasta el importantísimo porcentaje de votos populares captados por Ross Perot (nada menos que un 19%) podría ser homologado con los que reciben los peculiares movimientos europeos que, como las ligas italianas, basan su éxito en la crítica y distanciamiento de las formaciones políticas clásicas, los partidos. Un mundo que la Administración republicana no quería ver.

Para finalizar, es justo poner de relieve que la elección del pasado martes es hija de un sistema profundamente democrático. Por ello, conviene dejar constancia de las buenas formas que han manifestado los tres aspirantes a la presidencia, acabada ya una larga, agotadora y -sobre todo en su último tramo- crispada campaña electoral. Las felicitaciones al triunfador y el agradecimiento de éste a su predecesor demuestran que los formalismos democráticos -en este caso personales- están profundamente enraizados en la sociedad norteamericana. En igual medida, y mal que les pese a quienes se consideraron damnificados por las mismas, habrá que resaltar la fiabilidad de las encuestas preelectorales. que con constancia han vaticinado lo que finalmente ocurrió.

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