No dimito
Desde que, en mi infancia, siendo yo acérrimo partidario del Real Madrid, mi hermano mayor me convenció por procedimiento expeditivo para que me hiciera del Atlético de Aviación he sido entusiasta sufridor de los colchoneros.
He pasado por todos los estadios posibles de afición: he ido a polvorientas gradas de general en el viejo Metropolitano, he soportado estoicamente jarros de lluvia en San Sebastián (en donde estábamos internos) para ver al Atleti ganar la Liga en 1950, le he visto aplastar al San Lorenzo de Almagro por 6-5, le he padecido a punto de bajar a Segunda. Hasta me tentó el doctor Cabeza para que entrara en la junta, lo que, dada la salud de mi cuenta corriente, no me costó gran cosa rechazar. Incluso fui socio durante años.
Últimamente hasta me he acostumbrado a ver que pierde la Liga y que me propina unos disgustos tremendos. Nos embargan el césped del Calderón, las vigas tienen aluminosis, cedemos un jugador al Rayo y nos mete los goles que nos hacen perder el partido. Hasta aquí hemos llegado: me declaro vencido, pero no dimito. Un amigo mío madridista decía hace poco que, ahora que estoy hecho a perder, no debo quedarme a ver cómo gana el Atleti: me debo hacer del Madrid. Pues no. Que no se preocupe, que cuando más confiados estamos sucede la catástrofe.
Entonces llega don Jesús Gil —que rara vez me decepciona- y en su teléfono caliente pone a jugadores, entrenador, equipo y botas a caer de un burro. Muy bien. Pues ya no dimito. Gane o pierda seguiré fiel a mi colchón. Sólo trazaré la línea de mi disidencia en la puerta del estadio si Gil, un día, para acceder a él, me exige un canon nuevo con el que financiar su campaña electoral hacia La Moncloa. Y eso no. Presidente (de mi club), cuando quiera; alcalde mayor, no.
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