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La mano visible

Cuando, hará más de 30 años, conocí la Teoría de la clase ociosa, de Thornstein Veblen, en la que, como es sabido, se señala y analiza la función socialmente ostentatoria del lujo, o sea lo que éste tiene, no ya de bien que se disfruta, sino de valor que se exhibe como signo de la propia capacidad, el propio mérito y el propio rango (o, por usar la escueta forma medieval, el propio: "más valer") me saltó la observación -y no sé si objeción de que el dispendio suntuario por sí mismo no se daba tan sólo en los estratos más acomodados de la sociedad, lino también en los absolutamente más indigentes. Aún más, para los propios habitantes de chabolas, al menos de aquel tiempo (años cincuenta-sesenta), los gastos ostentatorios de un bautizo, de una primera comunión o de una boda, incluso comportando sin duda un sacrificio económico proporcionalmente muy superior (y cualitativamente más sensible, por más ceñido al límite de la mera subsistencia) al que pudiese significar, siempre en valores relativos, el de los mucho más cuantiosos dispendios hechos en esas mismas ceremonias por las clases más acomodadas, eran, no obstante (quiero decir para aquellos chabolistas), más obligados que para éstas, más apretadamente inexcusables. Sin embargo, si se repara en que la estratificación socio-económica de las comunidades de pertenencia apareja criterios de comparación y equiparación horizontal y en que, por tanto, "pertenecer" -ser aceptado entre Ios propios"- exige equipararse, no extrañará que la presión dé los cánones suntuarios del nivel correlativo llegue a ser máxima precisamente en el estrato ínfimo, allí donde el equipararse, el "no ser menos", equivale a "no ser menos que los últimos", pues por debajo no queda, socialmente, más que el suelo: "no ser nadie", ser "un muerto de hambre". Reveladora, respecto del sentido de la "pertenencia", es esta última expresión, que se oye, por cierto, exacta, entre los italianos: morto di fame, por cuanto no alude tanto al real mente amenazado por la muerte física por inanición, cuanto al que, reducido al más estrecho nivel de subsistencia y por tanto incapaz de sustentar cualquier signo social de condición humana, es un muerto civil, es decir, "nadie". Dando por bueno que, tal como parece, el campo del atuendo corporal es desde antiguo el lugar de aparición central y originario de la ostentación social, precisaré que el criterio de una prenda de ropa en cuanto bien -esto es, ajeno a su función ostentatoria- es, en principio, su mejor o peor esta do de uso: drásticamente hablando, un abrigo sólo ha perdido todo lo que de bien tenía cuando ha dejado prácticamente de abrigar. Para el punto de vista de la función ostentatoria -que es el de la moda- la ropa ya no es un bien, sino un valor, que, como tal, no depende ya del desgaste material, sino de ese otro inmaterial desgaste, o más bien devaluación, que solemos llamar "obsolescencia". (Pero no quede atrás un punto de reserva sobre la ropa como bien: el "en principio" subrayado dos frases más arriba dejaba un hueco para la consideración de que estrechar el criterio de la ropa como bien al puro y crudo desgaste material hacía injusticia a la gala y el adorno del atuendo masculino o femenino en su función de reclamo inter sexual -recuérdese que "galán" viene de "gala"-; querer ver en el gasto de esas galas, así como en la vanidosa exhibición a que se aplican, no el signo de los bienes, sino el de los valores, o sea un caso más del fasto ostentatorio, sería más propio de un fraile del Abrojo que del genuino hedonismo un día cumplido y otros prometido o añorado en el alciónico horizonte de los bienes. Del mismo modo, si para la comida en cuanto bien, la buena mesa, sin que haya de ser, por cierto, la de vajilla de oro, tampoco lo es la de "matar el hambre".) Pero volviendo al caso, la ropa en su función ostentatoria, con su ciclo de obsolescencia dirigido por los "dictados de la moda" tan sólo puede darse en pautas convenidas de un sistema de emulación social.

El de la emulación es un afán que no sabe estarse quieto. Tal vez por eso en castellano la pa labra' "emular" dice a un tiempo igualar y superar. De esta inquietud se deriva, a mi entender, el hecho de que aun en tiempo o lugar que excluya o dé reposo al campo en que se prueba la capacidad, se adquiere el mérito y se alcanza el rango -cuyo ancestro y permanente paradigma es el campo de batalla-, o sea en el ámbito interno y protegido de las relaciones de la comunidad social consigo misma, que ya de antiguo integra también a las mujeres, surja la moda, que no consiste sino en dar aun allí dentro -sea o no en forma de juego o simulacro- objeto y movimiento al acicate de la emulación.

Pero tanto el carácter más o menos obligado de la emulación social -y siempre más obligado, como he dicho, cuanto más bajo sea el estrato de la comunidad. de pertenencia- como la permanente inestabilidad del canon a emular o la constante inquietud del afán emulatorio, reflejada en el ya mencionado acierto psicológico de que ''emular" mantenga unidos y asociados los sentidos de igualar y superar ("estar a la moda" reúne los momentos de equipararse y distinguirse), quedaban expresados del modo más pregnante en un ya antiguo (de hace acaso un decenio, si no más) y hoy desaparecido anuncio de ropa confeccionada o de calzado industrial -ya no me acuerdo- accesible al bolsillo de muchachos de la pequeña burguesía, que, tras presentar su oferta -con imágenes desgarbadas y maleducadas hasta la zafiedad- como "liberadora", en las palabras textuales "¡Viste como quieras!", terminaba, no obstante, amonestando: "Si no das el paso, te quedas atrás". En efecto, en esta última frase no sólo se recordaba -en franca contradicción con el adulatorio "¡Viste como quieras!"- el carácter más o menos obligado de la emulación social en el atuendo, sino que también se explicitaba ejemplarmente la inestable y ambivalente simultaneidad del igualar y el superar. Fíjense nomás: "dar el paso" es avanzar, rebasar, adelantarse; y "no quedarse atrás" es, a su vez, no dejarse superar, no ser menos, igualarse, equipararse. La objeción de que lo que en el fondo predomina es el afán de superar es una suspicacia fácilmente contestable tanto objetiva como subjetivamente. Objetivamente, porque lo que se supera "dando el paso" es sólo un fugaz gradiente referido a una línea media siempre móvil que cambia constantemente los cánones suntuarios requeridos por cada pertenencia; y subjetivamente, porque, a despecho de cuanto en materia de ascensión social puedan fantasear secretas ambiciones, el hombre tiende siempre a la querencia de un pertenecer, de un tener iguales en que reconocerse y entre los que sentirse aceptado como propio, como "de los nuestros", y se guarda muy bien de toda emulación en que el aspecto de superación cobre una primacía descomedida sobre el de iguala ción; sabe que todo exceso en el querer ser más entre los propios ofende a éstos y atrae sobre sí el desprecio, haciéndose en fin objeto de burla y de rechazo, tanto en el seno de su pertenencia actual (recuérdese aquel remo quete de haiga para referirse al ostentoso coche del rico repentino) como en el seno de la in mediatamente superior a la que podría realmente sentirse o sólo parecer tentado de ascender. Así, congénitamente despiadada, la sociedad piramidal castiga -y tanto desde arriba como desde abajo- con la exclusión de toda pertenencia cualquier ascenso social que no sea lento, cauto, gris, discreto y silencio so, y tenga, por el contrario la osadía de ser ruidoso, vistoso y repentino.

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La obsolescencia, aquel desgaste inmaterial que, conforme ya he dicho más arriba, afectaba a la ropa en tanto que valor, o sea en su función social emulatoria, poniendo en marcha el ciclo de la moda, es el punto de mira y de incidencia de la publicidad y en un campo mucho más vasto que el de la vestimenta, y que cada día se va haciendo todavía más vasto conforme la publicidad misma consigue ir sometiendo nuevos ítems al inmaterial desgaste de la obsolescencia. Pero amén de esta absorción de nuevos ítems, es la aceleración de la obsolescencia en los ya sometidos a su acción

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La mano visible

Viene de la página anterior(ya sea como antiguos súbditos del fasto emulatorio y de la moda, como la casa, el ajuar, el mobiliario, etcétera, ya como nuevamente asimilados, como las cocinas o la ménagerie) el designio central de la publicidad y el efecto de sus logros.

La aceleración de la obsolescencia, provocada por la publicidad, hace subir constantemente -y no tanto por el aumento de precio de cada nueva compra singular cuanto por el mayor grado de frecuencia de éstas- el dispendio aplicado a mantener los cánones suntuarios exigidos para no perder la aceptación social dentro de cada nivel de pertenencia. La -publicidad pone, así, en juego, como motor productivo-mercantil, la ansiedad de las personas -que en ocasiones llega a ser terror- ante el espectro de cualquier posible pérdida de aceptación social.

Pero la publicidad no sólo acelera la obsolescencia renovando los patrones suntuarios en sí mismos, sino también solicitando la imaginería de la vanidad y el narcisismo, mediante la sugestiva incitación de nuevos modelos de "personalidad". Ya no se trata de tales o cuales signos o atributos aislados de valor, sino de la personalidad total como conjunto unitario de presencia. Paradigmático en esto (y análogo, tanto en lo idóneo del halago como en su falacia, de aquel contradictorio "¡Viste como quieras!" que concluía advirtiendo "Si no das el paso, te quedas atrás") es cierto anuncio de indumentos de lana, más reciente, pero hoy también desaparecido, destinado, no ya al gregario consumismo de la juventud pequeñoburguesa, sino a otro estrato socialmente más selecto -aunque creo que ya igualmente en decadencia-; anuncio que, presentando en imagen un grupo de mujeres y varones del orden de los llamados "ejecutivos" que avanzaba de frente por una carretera, decía con voz en off: "Lobos con pieles de cordero". Lo interesante de este anuncio es que, además de confirmar, en cierto modo, los rasgos estéticamente arcaizantes de las representaciones del fasto ostentatorio que Veblen señaló para su tiempo, alimenta las sugestiones de la autocomplacencia con una ficción diametralmente inversa -y justamente por ello la más compensatoria- a la correspondiente al efectivo papel de los destinatarios en su función laboral y en su ámbito social. El modelo simbólico del "lobo" -o sea el de la personalidad autóctona, indomable y agresiva- no podría ser más patética, cómica y falazmente ilusorio respecto de la condición funcionalmente adecuada a la organización actual del mecanismo y, por tanto, propicia y eficaz para el medro personal en sus entrañas. Las capacidades idóneas para el triunfo son hoy ductilidad, receptividad, souplesse, adaptabilidad, condicionabilidad de reflejos o, en resumen, obediencia, y mansedumbre, las más lejanas a las que se atribuyen al símbolo del lobo, las más ajenas a un animal de presa. En fin, con tal ficción que halaga el narcisismo mediante la ilusión de una genuina personalidad lobuna, caras prendas de lana que no son más que escolares premios al buen comportamiento vienen a despacharse por trofeos de una hazaña predatoria.

Nada tiene de extraño que el carácter generalmente anticuado que Veblen señalaba en las representaciones de la ostentación se presente también en la afección que le subyace: la de la vanidad y el narcisismo. Y a este respecto, no es ciertamente la menor de las muestras del talento de Cervantes la de haber acertado a ilustrarlo ejemplarmente en Don Quijote; éste, en efecto, proyecta sus complacencias narcisistas en su autorrepresentación bajo figura de un hidalgo aldeano, una figura, en su tiempo, ya periclitada, una personalidad ya totalmente desaparecida, definitivamente despojada de vigencia y de función por la ya secular extinción de todo rastro de Estado estamental, finiquitado, muerto y enterrado tras el triunfo del Estado moderno. El mismo sesgo arcaizante de las representaciones narcisistas que la clarividencia histórica de Cervantes supo ilustrar en su gran protagonista y que Veblen acertó a ver en la tendencia estética del fasto ostentatorio de su tiempo, helo ahí repetido por tercera vez en esos "lobos con pieles de cordero" del anuncio, justamente cuando las vueltas de tuerca que las estructuras de mercado han sufrido desde los días de Veblen a los nuestros han acabado para siempre con los "lobos" de la empresa industrial y mercantil. Quiero decir que un verdadero "lobo humano", de tan feroz condición como el que tal vez antaño pudo entrar y hacer carrera en las empresas del capitalismo militante, tardaría hoy -o sea en los tiempos del capitalismo triunfante- veinte minutos menos en ser echado a patadas por las escaleras que un hermoso ejemplar de lobo natural (lupus famelicus Linnei) traído de la tundra siberiana. La ferocidad y la agresividad empresarial han desaparecido hoy del todo de las personas físicas, para ir a encarnarse por entero en la persona jurídica del Ente.

En cuanto a la hiperbólica hinchazón de la categoría de "personalidad" individual, con el culto y la adulación de que es objeto, el ya apuntado carácter de ficción compensatoria no sólo se ve patéticamente confirmado en la real indigencia de esos lobos de pega a los que sólo la publicidad, para sus propios fines, intenta convencer de la autenticidad de su lobez, sino que además, en el terreno del producto mismo, enfrenta a los agentes del mercado con la ridícula y paradoxal necesidad de conciliar la efectiva uniformidad y estandarización de los productos sacados a la oferta con la cada vez más selecta y exclusiva "personalización" de la fisonomía del eventual consumidor a quien van dirigidos sus anuncios. Así, en efecto, fue clarividentemente explicitado tan drástico dilema en un reciente congreso de publicitarios, de cuya reseña, tal como fue publicada en EL PAÍS del 3 de los corrientes, extracto lo que sigue: "El consumidor de masas que emergió en los años sesenta [parece hablar del mismo al que yo me he referido más arriba en relación con el anuncio "¡Viste como quieras!"] se está extinguiendo. El consumidor de hoy ( ... ) busca un cierto valor añadido en los productos que consume, dijo Martin Sorrel. Ese valor añadido son aquellos atributos del producto [subrayado mío] que le hacen sentirse diferente al consumirlo. Lo cual plantea, según Sorrel, otra dramática contradicción: mientras las empresas se ven abocadas a hacer una producción a escala, es decir, masiva y uniforme, capaz de ser consumida en todo el planeta, el producto debe llegar al consumidor como si fuera [subrayado mío] el más exclusivo de los regalos. ( ... ) Como no se puede hacer un producto exclusivo y en serie al mismo tiempo, la cuestión estriba en que el consumidor lo perciba [subrayado del texto] como único". ¡Áteme usted esa mosca por el rabo! En fin, en la fingida unicidad con que el producto se presenta no queda sino especularmente redoblada y confirmada la ficción de la "personalidad" del consumidor al que se destina.

Volviendo ahora al principio, hoy no es que la presión de los cánones de status relativos a cada pertenencia haya dejado, en su mayor parte, de ser máxima en las comunidades económicamente ínfimas de la sociedad -aquella angustia por el mero "no ser menos" que, se gún decía, obligaba a gastos suntuarios lindantes con el mí nimo de la pura subsistencia-; lo que más bien sospecho que ha pasado en los últimos treinta años es que esas más indigentes comunidades de pertenencia han disminuido en cuanto tales, tal vez notablemente, disolviéndose y dispersándose en el gran magma, socialmente informe, de la marginalidad, mientras que, concomitantemente, la presión social en la observancia del patrón suntuario exigido por cada pertenencia se ha in crementado grandemente, en valores absolutos, hasta hacerse hoy tan fuerte en los niveles me dios como antaño lo fuera en los más bajos. Dicho más claramente: el mismo ascendente aumento de los costes absolutos exigidos para conservar la pertenencia y la aceptación social que ha roto aguas hacia la marginalidad por el desfondamiento y dispersiva rendición de las comunidades económicamente ínfimas, aplastadas bajo una sobrepresión irresistible, ha he cho que el grado de presión en la observancia de la emulación suntuaria haya pasado a ser hoy no menos fuerte en los niveles medios, que, por la mengua de los inferiores, se ven más próximos a la marginalidad. El espectro de la marginalidad parece como petrificar de abajo arriba, decrecientemente, los estratos sociales en su ser, haciéndolos abrazarse, cuanto más bajos con tanta más angustia, a los cánones suntuarios cada vez más cruelmente exigidos para la aceptación social. ¿Cabe mayor sarcasmo que llamar "hedonista" a una tal sociedad, cada vez más azuzada por la mano invisible del mercado pero con la mano visible de la publicidad hacia la constrictiva servidumbre de tales agonías?

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