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Los banqueros anarquistas

Hacia finales de campaña, los partidarios del no francés a Maastricht se volvieron más y más nacionalistas. Oyéndoles y leyéndoles hubiera podido decirse de ellos lo mismo que malignamente predicó Keynes de Clemenceau: no tienen más que una ilusión, Francia, y una desilusión, la humanidad. Su caso, empero, no puede considerarse único, a la vista de lo que está pasando en el Reino Unido, en Dinamarca y en la misma Alemania. El caso de España no es tan grave, porque nuestros jóvenes nacionalistas (¡qué pánico me dio en su día oír llamar así a los socialistas del 82!) son, a Dios gracias, furibundos europeístas, y los viejos nacionalistas catalanes y vascos también, con la única excepción de HB, empeñada en ser la Albania profunda de la España profunda. Sin duda, los opositores a Maastricht en nuestro Parlamento invocan también la pérdida de soberanía nacional, pero sin colorear este peligro con barnices patrioteros: lo presentan como lo que es, un problema administrativo. Como tantas otras cosas de mérito señaladas por López Rodó, la baja temperatura nacionalista de esta razón social, España, se la debemos también a Franco. Después de haber sido mandados por nativos estruendosamente nacionalistas como él, Camilo Alonso Vega, Fraga Iribarne o López Rodó, la perspectiva de que nos gobiernen los extranjeros desde Bruselas se presenta como un cambio bastante saludable.En cualquier caso, es muy lógico que sean prejuicios y miedos de cuño estatal-nacionalista los que estén en el fondo de casi todas las objeciones contra Maastricht... ¡y no digamos contra futuros pasos aún más audaces hacia la unidad europea! A fin de cuentas, el Tratado de Maastricht padece el doble achaque de todo reformismo: ser a la vez tímido y temido. Y es que, realmente, vamos hacia un cambio radical en el set y el poder hacer de los actuales Estados nacionales. ¡Claro que va a verse mermada la soberanía nacional! En la misma medida en que logre ampliarse la soberanía de los ciudadanos europeos. Sin disminuir la primera (sin transformar a fondo su sentido mismo) resulta imposible que crezca la segunda. Quienes claman que se está agrediendo a la identidad de cada nación, a su especificidad o cualquier otro apodo de su enjundia estatal, tienen mucha razón. Lo mejor del proyecto europeísta es precisamente eso que ellos denuncian como peligro, aunque la mayoría de quienes lo defienden sean demasiado cautos o demasiado miopes como para aceptarlo abiertamente. Lo cual no impide reconocer que los prejuicios y miedos de los partidarios del Estado-nación actual tienen peso suficiente como para ser tomados en consideración.

Empecemos por lo más aparatoso pero menos consistente, los prejuicios. Cada europeo está particularmente bien dotado de leyendas hostiles hacia sus vecinos y de salmos hagiográficos respecto a su propio grupo. Como tantos otros tópicos, son generalizaciones amañadas hace poco pero que pasan por verdades eternas. Sería interesante estudiar la evolución de los estereotipos de los distintos pueblos sobre los de más y sobre sí mismos (podría hacerlo quizá Gabriel Jackson, que tan estupendo artículo sobre el tema publicó hace pocas fechas en esta sección). En el siglo XVII, por ejemplo, a los ingleses se les tenía por gente levantisca, indócil, igualitarista a ultranza, capaces de cortarle la cabeza al mismísimo rey; los franceses, en cambio, eran por naturaleza obedientes y respetuosos, jerárquicos, admiradores de la grandeza solar de la monarquía. ¿Hace falta recordar que cien años más tarde los papeles se habían invertido, aunque la fe en los respectivos caracteres nacionales seguía incólume? Y a comienzos del XIX, los alemanes eran tenidos por místicos, ineficaces en los asuntos prácticos de la modernidad racionalista, pancistas y poco militares, opinión que los años han cambiado de manera escandalosa. ¡Y para qué hablar de los españoles, tenidos antaño por intrínsecamente severos, malhumorados y clericales (tal como aparece en una divertida secuencia del Casanova de Fellini) y hoy considerados de lo más gracioso, procaz e irreverente por nuestros vecinos! En sí mismas, estas fórmulas rutinarias no tienen mayor malicia: convierten sólo en esencia del carácter nacional los resultados de procesos históricos que varían a las pocas décadas. Pero forman una costra globalizante que impide la percepción real de los individuos de otros grupos, subsumidos bajo estereotipos. Pocos de quienes dicen con mema ligereza que "los alemanes siguen siendo todos en el fondo nazis" tolerarían a un extraño la afirmación de que los españoles seguimos en el fondo tan franquistas como hace veinte años Régis Debray ha insistido varias veces en que los pueblos están formados por leyendas y cuentos, no sólo por códigos y legislaciones. Sin duda, pero no todos esos cuentos son igual mente venerables, y ninguno expresa una verdad inmutable.

La educación de la Europa unitaria deberá orientarse a desmentir aquellos que fomentan mitológicamente el denigramiento del prójimo y el autohalago propio.

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¿Y los miedos? Ante todo, el de ver cómo los poderes políticos (elegidos) han de plegarse ante poderes económicos que se imponen sin pasar por refrendos democráticos. ¡La Europa de los mercaderes, la Europa de los banqueros! Pero no debe olvidarse que una de las vocaciones subversivas del dinero, destructor de las fidelidades tradicionales a la sangre y a la tierra es su impulso internacionalista Marx habló de ello, si no me equivoco. Los primeros pasos efectivos hacia la superación de las fronteras no los dieron Shakespeare o Miguel Ángel, sino los Fugger o los Rothschild, cuyos intereses se entretenían poco en zarandajas patrióticas. Aquí cabe hacer una distinción entre los mercaderes y los banqueros: los primeros han sido siempre proteccionistas y enemigos de lo extranjero por miedo a la competencia; los segundos tienen desde su origen algo de anarquistas (aunque no todos sean necesariamente como el inventado por Fernando Pessoa), pues rompen con sus especulaciones la barrera de los Estados y la autocracia de los Gobiernos. De modo que la Europa de los mercaderes no es lo mismo que la de los banqueros, sino lo contrario: vivimos en la primera, nos acercamos quizá a la segunda...

¿Es posible que el poder político democrático recupere su control sobre la economía de los banqueros y su anarquismo? Si se trata del poder estatal-mercantilista tal como hasta la fecha lo hemos conocido, mantenedor de las antiguas divisiones y de perennes antagonismos en nombre de la soberanía del propio grupo, creo que la interdependencia actual no permite ya -desde hace bastante- sino un remedo impotente y caótico de lo que antes hubo. Pero un poder político supranacional de nuevo cuño, con participación democrática sin cortapisas de los ciudadanos europeos, puede ser el complemento socialmente imprescindible que devuelva la primacía a los factores políticos sobre lo! económicos. La reacción nacionalista surge, entre otras cosas, del miedo de la gente común y corriente a perder la protección que hasta ahora brindan los Estados contra formas demasiado irresponsables de codicia: temen perder sus símbolos y sus contraseñas de grupo, emblemas cálidos de una solidaridad no siempre real, sin verdaderas garantías a cambio de tal devastación. De ahí que no haya otra medicina efectiva contra los prejuicios y miedos nacionalistas que la institucionalización urgente de una autoridad política supranacional: es preciso mostrar ya el Estado democrático posnacional y su constitución. ¡No todo puede dejarse en manos de los banqueros anarquistas!

Fernando Savater es catedrático de Ética de la Universidad del País Vasco.

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