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Tribuna
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El pronombre

Se acabó el tiempo en el que pasamos lustrosos y facundos por el decenio del yo, y ahora, cuando ya nada se espera personalmente exaltante, nos ha caído encima una lluvia de nosotros. La primera persona del plural está de moda. Aparece en los discursos oficiales y en las voces del capitán ante el naufragio. Todo lo caro, lo superfluo, lo celeste, se nos atribuye en este fin de fiesta. En un principio, sólo fuimos pueblo, después se nos elevó a la condición de contribuyentes, pasamos a ser espectadores y ahora se nos concede ni más ni menos que la autoría de tantos bienes trasmudables en males. Nos dan las gracias por cosas que no hemos hecho, a condición de que luego acatemos las penitencias debidas. La primera persona del plural es una bendición para las eternas primeras personas del singular. Este pronombre prodigioso, a veces es armadura, y otras, velo del vacío. Con un nosotros en la mano, siempre se acaba sacando repóquer y los privilegios se disuelven como perlas en vinagre.La espuma del jabón de nosotros se nos ha metido en los ojos y ya somos incapaces de verles a ellos. Cuando por nuestro bien nos suben los tipos de interés, ellos, también por su bien, se frotan las manos. Cuando nosotros perdemos el trabajo, ellos dejan de perder. Somos nosotros los que hemos ganado en imagen, pero son ellos -o algunos de ellos- los que han ganado en especies. La gramática social siempre ha usado los pronombres como maquillaje. El nosotros no tiene límites. A veces, estas tres sílabas son la exaltación espiritual de una dificultad material. Nos suenan a palacio conquistado, pero no son más que el equivalente verbal del gran corral europeo, allí donde hoy se enfangan los mineros ingleses, los trabajadores italianos o los temporeros magrebíes. La crisis siempre exige pronombres. Son las fortunas las que siempre esconden nombre y apellidos.

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