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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Un buen debate

LAS ENMIENDAS presentadas por Izquierda Unida y otros partidos al proyecto de ley de ratificación del Tratado de Maastricht han servido para que arranque, por fin, entre nosotros el debate sobre lo que está en juego en el proceso de unidad política y económica que el tratado diseña. Ha arrancado con altura, sin apenas concesiones a la demagogia. Los problemas suscitados por los enmendantes son reales: existen contradicciones y riesgos en la apuesta por ese proceso, y es lógico que los ciudadanos sean alertados. Es cierto que resulta dificil desligar las objeciones justificadas de los meros prejuicios. Pero será el debate mismo lo que permitirá separar el grano de la paja.El resultado del referéndum francés ha venido a advertir de la posible falta de correspondencia entre el consenso que el proceso suscita en los Parlamentos y el existente en las poblaciones respectivas. Más dificil es deslindar cuáles son los motivos de ese desfase. El portavoz de IU ofreció un catálogo de causas posibles. Casi todas las que señaló son plausibles, con el déficit democrático como eje central: la Europa comunitaria se ha ido construyendo a golpe de acuerdos entre los Gobiernos, sin participación directa del público, y las instituciones supranacionales que han ido, absorbiendo muchas competencias de los Estados carecen del grado de legitimidad y representatividad de las instituciones nacionales.

El propio Parlamento Europeo es consciente de ésa y otras contradicciones del proceso. Pero las 21 deficiencias que señaló en su resolución de abril pasado no le impidió recomendar la ratificación. Sencillamente, y ésa es la debilidad de la posición de Anguita, porque Maastricht es, ante todo, el intento de poner remedio a ese retraso. Otra cosa es que tales respuestas se consideren insuficientes. Pero si así fuera, la res puesta no podría ser otra, tratándose de un texto complejo, resultado de cesiones mutuas entre los firmantes, que el apoyo crítico: lo que reclamaba el sector minoritario de IU, y lo que en el fondo se deduce de la argumentación del propio Anguita. Para rehuir la acusación de incoherencia, el líder de IU se refugió en el método: la exigencia de referéndum, como posible punto de encuentro entre las dos posiciones existentes en su grupo. Pero la experiencia indica que los problemas señalados no se resuelven por el hecho de que la ratificación vaya precedida de una consulta. Incluso si se considerase inevitable ésta, la ratifica ción no debería aplazarse.

El proceso requiere ahora recomponer el consenso. Entre los países firmantes, y en el interior de cada uno de ellos. Esto último puede exigir el recurso al referéndum allí donde las fuerzas parlamentarias están divididas sobre la cuestión. Pero plantearlo donde tal fractura no existe significa apostar por suscitarla, y de manera bastante artificial, en la sociedad: siguiendo líneas, de demarcación que poco o nada tienen que ver con el motivo de la consulta. Así, el argumento de la complementariedad de la democracia representativa con la directa, aceptable como principio general, se convierte, en caso concretó, en un subterfugio p ara amparar la renuncia a tomar posición. Y esa renuncia favorece la parálisis, no la superación de las deficiencias del tratado.

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La situación actual está demostrando el carácter asimétrico de la salida, a la crisis: ratificar no garantiza la superación de las dificultades, pero la no ratificación garantiza un periodo de inestabilidad e incertidumbre que multiplicará aquéllas. De ahí también la debilidad de las posiciones partidarias de aplazar o condicionar la ratificación. Es posible que sea inevitable ampliar los plazos, pero tiene razón González al considerar que si cada país condiciona su ratificación en función, de sus propias prioridades (la fijación en los presupuestos de los fondos de cohesión, o cualquier otra) se está alentando a los sectores contrarios a la ratificación (entre otras cosas, por su oposición a esos fondos); no es añadiendo nuevas desconfianzas como se ayudará a los gobernantes presionados por fuertes minorías antitratado. Ello no significa ignorar los riesgos del momento: desenganche de algunos países, imposibilidad práctica de cumplimiento de los plazos, etcétera. Pero España es uno, de los países menos interesados en que tal cosa ocurra; apostar por el aplazamiento es ponerse la venda antes de la herida.

El debate sirvió también para que el líder del primer partido de la oposición demostrase la compatibilidad entre el apoyo sin quiebra a la posición del Gobierno en una cuestión de Estado con su crítica implacable a la política gubernamental. Este último aspecto quedó deslucido, sin embargo, por la astucia de González de adelantarse a desligar de cualquier referencia al tratado las dificultades actuales de la economía española y a reconocer su responsabilidad en ellas. Aznar se encontró en la posición de quien acusa a un confeso, lo que restó fuerza a su alegato.

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