Aventuras
Proliferan en verano los llamados deportes de aventura. Se trata de actividades tan edificantes como bajar por un despeñadero de cortantes perfiles con la ayuda de una cuerda (modalidad conocida con el gráfico nombre de barranquismo); cabalgar sobre las aguas enfurecidas de un río montaraz, evitando darse de bruces con la primera roca (novedoso escalofrío que aún no ha encontrado traducción en lengua vernácula, por lo que se le sigue denominando rafting), o lanzarse desde un puente en pavorosa caída libre hasta quedar oscilando a pocos metros del suelo, si los buenos oficios del cabo al que va ligado el sujeto pendular lo permiten (para eso sí hemos dado con una definición autóctona, un pelín pedestre, pero autóctona al fin: puenting).
Alarmada por un fenómeno en expansión, que en los últimos días ha producido dos accidentes mortales, la Generalitat catalana ha decidido poner coto legal al asunto, fijando por decreto condiciones de aprendizaje y práctica. El Estado del bienestar siempre se preocupa por el bienestar de sus administrados, aunque a algunos de éstos la cuestión les traiga al pairo.
Más allá de las fronteras de la sociedad opulenta, esos mismos gestos cotidianos se han transformado en forzosos deportes de aventura, sin que nadie se atreva a fijar un reglamento. Por ejemplo, hacer la cola del pan en Sarajevo, esquivando las granadas de la artillería serbia. O simplemente cruzar la calle en esa ciudad, evitando transformarse en blanco de los practicantes del tiro al bosnio (preferentemente, musulmán, aunque da igual con tal de que se mueva). Mientras unos legislan lo inútil para proteger a quienes juegan voluntariamente con sus vidas, otros matan sin siquiera tener el detalle de informar a sus víctimas de la partida en marcha. El contraste, francamente, da asco.
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