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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Con pies de plomo

EL GOBIERNO español, como casi todos los europeos, teme que una intervención en los Balcanes acabe comprometiendo a las tropas que participen en ella por tiempo indefinido y sin perspectivas claras de salida. Por ello, desearía implicarse lo menos posible en cualquier operación bélica. Pero, al mismo tiempo, sus compromisos internacionales, la conciencia de que están en juego principios básicos de la civilización, el riesgo que una actitud pasiva supone para el proyecto europeo y la presión de una opinión pública muy sensibilizada por las terribles imágenes que cada día ofrece la televisión son factores que incitan al Ejecutivo a tomar alguna iniciativa, o, como mínimo, a participar en las que puedan adoptar los países aliados.El resultado es una cauta apertura hacia una intervención limitada en efectivos y objetivos y supeditada a una serie de condiciones de dudoso cumplimiento. Una postura que, por su ambigüedad, se prestaría a todo tipo de sarcasmos y ataques por parte de la oposición. Si ello no se ha producido es porque, en el fondo, la oposición comparte la perplejidad y los temores del Gobierno. Así se deduce del debate que siguió ayer a la comparecencia de los ministros de Exteriores y de Defensa en el Congreso: existe un consenso casi absoluto, pero no se sabe bien sobre qué.

El ministro de Defensa, Julián García Vargas, descartó cualquier intervención a gran escala con fines de interposición por considerar que no existía un objetivo suficientemente definido o razonablemente perseguible por medios militares. Frente a algunas simplificaciones demagógicas que se están haciendo, ésa es una diferencia fundamental con la situación de Irak. Se trataba en tonces de la invasión y anexión de un Estado por otro. El objetivo de la intervención militar que ampararon las Naciones Unidas era claro: conseguir la retirada del in vasor, restablecer la legalidad internacional. Basta mirar el mapa para comprender que la situación de Yugoslavia es más compleja. Al tratarse de un conflicto entre minorías que comparten un mismo territorio -y que lo han compartido durante siglos-, no resulta posible es tablecer fronteras que separen a los contendientes. La política de purificación étnica practicada por los con tendientes allí donde tienen poder para hacerlo es, sin duda, inaceptable, pero no es algo que pueda comba tirse por medios militares.

De ahí que las -escasas- esperanzas en una solución negociada fueran de nuevo evocadas a propósito de la conferencia de paz que se reúne el miércoles próximo en Londres. La resolución de la ONU del pasado día 13, en la que se autorizaba a adoptar Ias medidas necesarias para hacer llegar ayuda humanitaria a Bosnia-Herzegovina allí donde sea precisa" -lo que suponía aceptar la posibilidad de una intervención militar-, tenía probablemente un sentido intimidatorio, de amenaza o presión a los contendientes, que dentro de cuatro días se encontrarán en Londres bajo la presidencia de lord Carrington. Sin embargo, para que las medidas disuasorias tengan efecto es imprescindible que exista la voluntad de realizarlas en caso necesario: no tiene sentido decir que una iniciativa es sólo disuasoria, porque en el momento mismo de decirlo deja de serlo.

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La perspectiva de la negociación no puede ser abandonada, pero tienen razón quienes afirman que una mayor firmeza internacional, incluso al riesgo de una cierta implicación bélica en tomo a tareas específicas, será probablemente necesaria para impulsar aquélla. La protección sobre el terreno de los convoyes de ayuda humanitaria, más que los corredores permanentemente vigilados en que se pensó (y que exigirían la presencia de tropas mucho más numerosas), podría ser ahora una vía realista de intervención que acabe al menos con la sensación de impunidad que ampara a las tropas irregulares que han venido entorpeciendo esos traslados.

El acuerdo de todos los grupos políticos sobre la no participación, en cualquier caso, de soldados de reemplazo corresponde a un sentir muy extendido en la opinión pública, y el Gobierno ha sabido entenderlo así con realismo. Pero ello demuestra, dos años después de que la evidencia se impusiera con motivo de la guerra del Golfo, que es cada vez más artificial la resistencia del Gobierno a la plena profesionalización del Ejército.

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