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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Otra guerra afgana

LA GUERRA civil afgana, que interesaba tanto a Occidente mientras una de las partes contaba con el poderoso patrocinio soviético, se ha convertido, una vez que las numerosas facciones de la guerrilla se han quedado solas, en un enfrentamiento tribal más del Tercer Mundo, sin duda de lamentable derramamiento de sangre, pero que no conmueve el planteamiento geoestratégico de nadie.El hecho de que la retirada soviética, primero, y la desaparición del imperio moscovita, después, que acarrearía la caída del régimen procomunista de Mohamed Najibulá, no sólo no haya traído la paz al país, sino que ha hecho que se redoblara la violencia del conflicto, sirve para demostrar unas cuantas cosas.

La primera, que los extintos soviéticos no habían creado las animosidades civiles en Afganistán, sino que a favor de una facción dentro del propio partido comunista habían tratado de tallarse una posición en tan estratégico país, habían atizado, por tanto el enfrentamiento, pero éste no era obra exclusiva de su presencia invasora. La segunda, que esa misma presencia había creado un artificial agrupamiento de congregaciones étnicas y religiosas, a su vez fomentado por la ayuda norteamericana y paquistaní, para combatir al eslavo del Norte. La tercera, que, una vez desaparecida esa presencia, Afganistán vuelve, si no a su estado natural, sí a lo que ha sido buena parte de su historia, especialmente durante la segunda mitad del siglo XIX, testigo de tres guerras anglo-afganas, en las que la Rusia de los zares ayudaba a una u otra de las agrupaciones nativas, siempre en contra de los soldados de la reina Victoria.

La presencia soviética, más aún, hacía las veces de aislante de Afganistán en relación con los intereses estratégicos de sus vecinos. Mientras Moscú era el enemigo principal, los paslitunes, principal etnia afgana, emparentados con los paquistaníes de la provincia del Noroeste; los baluchis, igualmente hermanos de otro de los grupos étnicos del vecino Pakistán, y los afganos de lengua farsi, vecinos y correligionarios shiíes de Irán, se mantenían pasablemente unidos contra Kabul. Ahora, en cambio, Irán y Pakistán quieren asegurarse una influencia in situ por medio de sus parientes respectivos. Lo que antes era una cruzada, si bien islámica, contra el ateísmo totalitario de los sóviets, ahora es una rebatiña general en la que el despedazamiento, o cuando menos la inutilización, de Afganistán como Estado viable por muchos años tiene grandes visos de hacerse realidad.

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Afganistán tiene la desgracia de una posición de confluencia geográfica envidiable entre mundos diversos: el antes soviético, pero ahora no menos ruso, al Norte; Pakistán, firme aliado de Occidente, al Sur y al Este, e Irán, el gran fermento religioso del área, al Oeste. Su independencia ha sido siempre peleada hacia el exterior y contra su propia tribalidad en el interior. Cuando el mundo se dividió en dos zonas al término de la II Guerra Mundial, el entonces reino afgano hallaba, paradójicamente, la ocasión de trabajarse una neutralidad que le permitiría el mayor grado de soberanía real que jamás hubiera conocido. Esta situación conoció su mejor momento durante la dictadura de Mohamed Daud, que derrocó a su primo el rey Zahir a finales de los sesenta. Daud gobernó durante siete años en un juego de balancín que hoy año ran todos los afganos no enamorados de la violencia, aunque en Occidente se considerara al general golpista un protegido de Moscú.

Lo terrible, por tanto, es que cuando desaparecen los grandes enemigos exteriores aparecen los pequeños de alrededor, y cuando cesa la rivalidad mundial de los colosos, la guerra civil se hace aún más libre para el estrago. Afganistán no sabe que el capitalismo ya ha derrotado al socialismo y que todos somos uno. Ellos insisten, por lo menos, en ser varios.

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