Los ídolos de la tribu
¿Recuerdan ustedes lo que decía de los ídolos Francis Bacon? Por supuesto, no me refiero al gran pintor recientemente desaparecido, sino al filósofo renacentista que fue barón de Verulamio, lord canciller de Inglaterra y crítico acerbo de Aristóteles. Bacon sostuvo que diversos ídolos o supersticiones ideológicas acosan la mente de los hombres, derivados de la propia naturaleza humana, de la psicología individual, de las convenciones sociales y de errores filosóficos indebidamente venerados. A los que provienen de nuestra naturaleza o raza humana les llamó ídolos de la tribu, mientras que los que provienen del intercambio social eran los ídolos del mercado. Sea entre los de la tribu o entre los del mercado, estoy seguro de que Bacon hoy no dejaría de incluir la obsesión por la identidad cultural y nacional en la nómina de los más pertinaces ídolos vigentes.Según se dice, la identidad de un grupo la forman el conjunto de rasgos que le hacen ser el que es y como es. Si los rasgos cambian, cambia la identidad y el grupo deja de ser el que era... aunque siga siendo un grupo. Los partidarios del culto a la identidad consideran que ello supone una gran pérdida y sólo puede deberse a una malévola injerencia externa. Por lo visto, toda identidad es buena por el hecho de serlo, y ningún cambio puede ser para mejor o al menos indiferente. También las personas tenemos una identidad, pero es comúnmente aceptado que ciertos cambios venidos del exterior pueden mejorarla: en caso contrario, ¿de qué vivirían los maestros y los psicoanalistas? No saber leer ni escribir es un rasgo de identidad muy propio de los niños y de los adultos de ciertas clases sociales, pero lo común es intentar modificarlo (lo que llevó a Bergamín a deplorar "la decadencia del analfabetismo"); ciertas foblas y ciertas filias desordenadas son de lo más característico de algunos individuos, pero suele pagarse a los psicoanalistas por intentar transformarlas. Si la identidad personal sufre cambios que a nadie escandalizan por influjo de fuerzas exteriores, ¿por qué las identidades nacionales no podrían ser también educadas o curadas de modo semejante?
La identidad de un grupo se forma por lo común a base de hábitos, técnicas o diversiones que pasan por inmemoriales, pero que la mayor parte de las veces son estilizaciones recientes (brotadas más o menos por la época en que la acuñación de una identidad propia se hace deseable) y, que se derivan de la imitación, la transformación o la emulación de otros procedimientos foráneos. El contagio yla impregnación por lo ajeno son norma, no excepción, en todo lo que sentimos como más peculiar y propio. El estímulo venido de fuera potencia lo de dentro. ¿Qué sería del vino de Jerez sin los ingleses o de los mariachis mexicanos sin el mariage de Maximiliano y Carlota, monarcas gabachos y efirneros? La identidad no es el despliegue de una esencia nacional eterna, sino el conjunto de intercambios creadores y de excentricidades fecundas. Esos rasgos son tanto más auténticos (en el sentido de fidelidad veraz a su origen) cuanto más flexible y ligero es su uso: el estereotipo purista y castizo los caricaturiza en lugar de preservarlos. Además, el proceso continúa en el, presente porque los perfiles de la identidad no tienen una época privilegiada para establecerse in aeternum. Los rasgos que hoy se destruyen dan lugar a otros, ni más ni menos puros que los antes desplazados: lo que ocurre es que ahora somos conscientes de la estimulante corrupción forastera que los provoca, mientras que hemos olvidado la que incitó a los que vemos desaparecer.
Al defender los rasgos culturales o folclóricos supuestamente idiosincrásicos, los idólatras de la identidad olvidan que son formas de hacer y de comportarse nacidas para resolver determinados problemas, no para singularizarse entre los vecinos. ¿Por qué no pueden cambiarse si se nos ofrecen otros modelos más efectivos y provechosos para afrontar retos semejantes? La numeración romana fue un rasgo de la identidad cultural latina de lo más relevante, pero no conozco a nadie que deplore su sustitución por los guarismos árabes. Es evidente que éstos funcionan mucho mejor, y lo que se pretende con los números es calcular bien, no distinguirse de otros pueblos. Tampoco parece que los puristas que defendieron nuestro racial pergamino frente al papel inventado por los chinos o consideraron la seda como una decadente moda de esos diablos amarillos sean dignos de ser imitados. ¿No son igual de obtusos los que hoy defienden la ley coránica frente al liberalismo democrático, en nombre de conservar la propia identidad contra contaminaciones extranjeras? No es cierto que los rasgos culturales no admitan nunca parangón unos con otros: en muchos casos es posible decir que unos son mejores que otros, porque su función última no es la de expresar formas de ser preexistentes, sino afrontar las dificultades de una realidad que en gran medida tiene aspectos comunes para todos los humanos. Y ello es válido incluso en el terreno aparentemente menos objetivo de los gustos y diversiones. ¿Por qué debo seguir bailando al son de mis abuelos si otros ritmos me agradan más... aunque me los hayan ensefiado gentes de fuera? ¿Esnobismo? ¿Y qué sería dé la cultura si los benditos esnobs no sintieran el capricho por lo exótico',.por lo foráneo, por la agitación de las formas y de los modos?
Entonces los partidarios de la identidad incorrupta profetizan que la pérdida de las identidades nacionales uniformizará el mundo, convirtiéndolo en monótono reflejo del imperio dominante. Es curioso que se recurra a lo idéntico para propagar lo diverso. Para que el mundo no se uniformice, los partidarios de la identidad quieren uniformizar su parte del mundo... de modo que todo en ella se distinga del resto del planeta, pero nada dentro de ella sea distinto de lo demás. El comportarse a su modo es derecho a la identidad en las colectividades, pero extranjerismo mimético o colonialismo en los individuos. Es cierto que los cosmopolitas prefieren que todo en Japón sea muy japonés y en Murcia muy murciano, porque ellos viven ya como ciudadanos de un imperio en el que reinan los transportes rápidos: pero quizá los que viajan menos
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prefieran que les traigan las cosas a la puerta de casa. ¿Qué es mas uniforme, que en cada gran ciudad haya una calle en la que se encuentre un, restaurante vasco, un McDonald's, un bistrot, un pub, una pizzeria, un restaurante chino y una taberna andaluza o que esos locales no se vean nunca fuera de su lugar de origen... ni en su lugar de origen se encuentre cosa distinta al local que corresponde por identidad? El reproche de abigarramiento sin raíces contra las democracias imperiales viene de lejos. En un panfleto anónimo del siglo V antes de Jesucristo contra la democracia ateniense (en el que se le reprochan cosas que les sonarán a ustedes, como la corrupción de los políticos y el afán popular por el dinero) se asegura que "mientras los otros griegos se valen cada uno de su propia lengua y tienen su propio modo de vestir y sus propias maneras, el lenguaje, los trajes y las maneras de los atenienses están entreverados de elementos dispersos de todos los griegos y de todos los bárbaros". Sin embargo, las invasiones culturales contra las que más se predica acaban luego como el Eurodisney: el que quiere va, el que no quiere no va..., y si la mayoría no va, el negocio puede entrar en bancarrota.
De vez en cuando, los entusiastas de la identidad sacan la artillería dialéctica pesada: lo étnico, lo lingüístico, la identidad histórica. En último extremo, la ,raza. Fundar un Estado en la identidad -es decir, en la uniformidad y el sometimiento de la diferencia- de lo étnico o lo lingüístico no es más que un primer paso en el camino que lleva al Estado basado en criterios raciales. Por desgracia, tenemos mucho de eso en nuestro pasado, y una ojeada en la Europa que vivimos revela que también en nuestro presente. El combate del mañana será entre quienes intenten desmitificar la identidad de la tribu y quienes deseen convertirla en ídolo y mito del siglo XXI.
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