Creer o no creer en España
Vengo de un congreso en Granada, al que han asistido 2.000 personas de los más variados grupos y movimientos espirituales que generalmente se llaman sectas, aunque no siempre lo sean. Y choca esto por el cambio que supone en nuestro país, en bien pocos años, porque parecía que sólo había existido, como algo consustancial con él, un catolicismo excluyente.El giro dado por la gente de nuestro país en muy pocos años es espectacular. ¿Quién hubiera dicho hace 25 años lo que está pasando entre nosotros? Las estadísticas religiosas lo demuestran bien. Hasta hace pocos años sólo había un pequeño núcleo de ateos, que se cifraba en menos del 5%. Y hoy, aunque apenas se ha desarrollado el ateísmo, ha aparecido, sin embargo, el fenómeno del agnosticismo. Hemos pasado de casi cero a un 21% de indiferentes y apartados de una creencia religiosa. Y es también digno de pensar lo que ocurre entre los que son creyentes porque, a pesar del rigor dogmático de los que nos han enseñado, sólo un 27% de estos fieles de Roma cree convencidamente en la infalibilidad del Papa, y únicamente un 32% de nuestros creyentes católicos acepta el infierno, cuando el 63% de los irlandeses cree en este castigo.
Sin duda, la inflación religiosa, a la que estuvimos sometidos en España durante varios siglos, ha tenido parte muy decisiva en esta reacción acelerada.
A pesar de ello, una característica del ser humano es la necesidad de creer, para avanzar por el dificultoso camino de la verdad. La misma ciencia tiene que creer en los postulados y axiomas de los que parte; y muchos problemas se resuelven por esta vía, como, por ejemplo, la pregunta sobre estar despierto o soñando; o realidad del mundo exterior. Hasta en la matemática ha demostrado Gödel que precisa partir de una intuición, para hacer plenamente coherente a todo sistema racional, y no puede partir de una afirmación deducible racionalmente.
Y en religión han fracasado las pruebas tradicionales de demostrar la existencia de Dios por vía abstracta que nos enseñaron en nuestros manuales de religión. Unamuno decía que estos descarnados silogismos, que usaban en su tiempo los dominicos que conoció en Salamanca, sólo hacían ateos.
Yo he vivido esto en la contradicción que se da prácticamente entre el mundo de la razón y el del corazón, como señaló Pascal: "El corazón tiene razones que la razón no conoce".
Quizá no haya mayor problema que unir ambos extremos sin caer en verdadera contradicción. Y desde luego en España parece que esto no se ha dado, a juzgar por el poco caso que en religión hemos dado a nuestra razón, pues sólo el 3% atiende a razones intelectuales para alimentar su fe.
Nuestros pensadores clásicos, los dominicos de Salamanca en el siglo XVI y los jesuitas de entonces, lucharon por la razón y la libertad, y nos pueden dar ejemplo para ahora de esta unión. Ponían por encima de todo la razón, a la hora de decidir en lo religioso; pero enseñaban que la fe está en el mundo de la experiencia de la vida, y ella debe demostrarnos razonablemente su realidad positiva por sus frutos. Y decían que la libertad está por encima de cualquier influencia o presión, sea religiosa o humana. Y lo quisieron llevar a la práctica en el Nuevo Mundo, pero fracasaron por el egoísmo y ambición de los colonizadores. Al final no hicieron caso de Domingo de Soto, que pedía libertad para enseñar el Evangelio allí; pero libertad también para los autóctonos si no querían oír: sus predicaciones, porque había que tolerar sus prácticas religiosas, según el dominico Bartolomé de las Casas y el jesuita Francisco Suárez. Y pensaban que se podía ser moral siguiendo la razón personal, aunque para nada nos remitiésemos a Dios, como enseñó el jesuita Vázquez.
Era aquel un catolicismo de categoría, que el propio Azaña admiraba y respetaba contra el catolicismo que él vivió en su tiempo, cerrado y sin esa antigua categoría intelectual; y que, por eso, ya no influía para bien en el arte ni en la literatura ni en el pensamiento, porque no teníamos ni un Greco, ni un Calderón de la Barca, ni un Baltasar Gracián.
Habían pasado por nosotros unos catolicismos decadentes, como el intolerante del filósofo rancio; el tradicionalista, despreciador de la razón, de Donoso Cortés; el antiliberal y sólo limosnero de Sardá i Salvany; y la estrechez de nuestros obispos, aceptando a pies juntillas la interpretación más retrógrada del deplorable sílabo de errores modernos, promulgado por el papa Pío IX, que llenó de angustia a nuestros fautores de la ejemplar Institución Libre de Enseñanza, y les hizo salir en conciencia de una iglesia tan cerrada.
Habían pasado sin pena ni gloria, y hasta perseguidos, los pocos que podían haber vuelto hacia nuestro Siglo de Oro, como el teólogo místico, padre Arintero; el defensor de los seglares, en el desarrollo dogmático, padre Marín Sola; el que abrió todas las puertas a la salvación, padre Getino; y el seglar Jaime Torrubiano, hoy olvidado hasta por los llamados teólogos progresistas, y mucho más renovador que ellos y con más peso.
Yo me siento unido a una Teresa de Jesús, cuando en medio de las persecuciones e incomprensiones que sufrió, decía: "Buenos, pero no tontos"; o el pequeñito San Juan de la Cruz, el nombre sin pelos en la lengua, que ponía en guardia contra el maravillosismo de apariciones y revelaciones, pidiendo que las desecharan los fieles y se quedasen sólo con la sencillez del Evangelio; o Fray Francisco de Osuna, debelador, con Santo Tomás de Villanueva, de los obispos de su tiempo, que se aprovechaban del crucifijo en vez de servirle, y así el pueblo se iba hacia Lutero con razón, según decía este último.
Y recuerdo también con satisfacción al filósofo anglo-español el agnóstico Santayana, que pensaba como yo que el catolicismo mejor es un paganismo espiritualizado, cuyos ritos celebran pasiones y alegres esperanzas humanas; porque el creyente se adhiere a Jesús porque ve en él la realización de sus más profundas aspiraciones.
Soy admirador de aquellos mártires del primitivo cristianismo que los inmolaban por ser ateos de ese Dios antropomórfico que luego se enseñó en los catecismos. Y de nuestros alumbrados de hace cuatro siglos que veían los dogmas como símbolos de una pedagogía popular para educar en los diferentes aspectos del amor sin discriminaciones. O del más libre de todos nuestros místicos, el tenaz aragonés Molinos, que fue perseguido hasta el final de su vida por la falta de visión y el prosaísmo de un jesuita italiano hoy olvidado.
Tener fe no es tener que aceptar jeroglíficos abstractos, sino aceptar con valor y entrega la vida en su profundidad; y no hacerse más problemas de un catálogo de conceptos abstractos, que nos evaden del misterio profundo de esta vida que todos llevamos dentro.
¿Es esto creer o no?
es de la Asociación de Teólogos Juan XXIII.
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