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A toro pasado

El proceso de renovación del Tribunal Constitucional por parte del Congreso de los Diputados ha acabado como empezó: con críticas generalizadas por parte de todos los medios de comunicación sin excepción. No sólo se ha hecho tarde, sino que además se ha hecho mal.Es ésta una conclusión a la que se ha llegado de manera unánime, como si de algo evidente se tratara. Hasta el propio presidente saliente de la institución ha llegado a afirmar públicamente que "el proceso de renovación ha sido lamentable".

Ante juicio tan lapidario y convergente parece que lo mejor casi sería dejar las cosas tal como están y no darle más vueltas, y esperar que los nuevos magistrados, con su "legitimidad de ejercicio", restituyan al Tribunal Constitucional la cuota de prestigio que hubiera podido perder en esta peripecia.

Pues, sinceramente, sobre lo que no creo que existan dudas en la opinión pública es sobre las personas de los nuevos magistrados, que cuentan cada uno de ellos con un currículum difícilmente mejorable para ocupar una plaza en el Tribunal Constitucional. En éste o en cualquiera. El magistrado Mendizábal y los catedráticos González Campos, Viver Pi-Sunyer y Cruz Villalón combinan conocimientos más que acreditados y trayectorias profesionales intachables con edades distintas (dos en los 60 y dos en los 40), dato muy a tener en cuenta, ya que el Tribunal Constitucional tiene que ser el intérprete de la opinión pública constitucional", difusa en la sociedad, y en una democracia de tan reciente implantación como la española es de suma importancia que las "diversas sensibilidades generacionales" sean tomadas en consideración.

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Y, sin embargo, no creo que esa política del avestruz sea no ya la mejor, sino ni siquiera simplemente buena. El Tribunal Constitucional es una pieza muy relevante de nuestro sistema constitucional, y, en consecuencia, la investigación de por qué ha sido lamentable el proceso de renovación y la determinación de la causa última por la que las cosas han ocurrido como han ocurrido es de suma importancia. Entre otras razones porque pueden arrojar mucha luz sobre el funcionamiento de nuestro sistema democrático en su conjunto.

De acuerdo con lo publicado en estas últimas semanas, para la opinión pública todo estaría meridianamente claro y no haría falta investigación de ningún tipo: los responsables de esta operación serían los partidos políticos, que tienen una concepción patrimonial del Estado y únicamente están interesados en distribuirse cuotas de poder. En el Tribunal Constitucional y en todas las demás instituciones. Esa ha sido la causa fundamental o, mejor dicho, única repetida en todos los medios de comunicación en editoriales o artículos de opinión.

De entrada he de decir que el análisis me parece completamente desacertado y que no explica absolutamente nada. Por supuesto que los partidos políticos quieren ocupar cuantas más parcelas de poder sea posible. Para eso existen. Si no, no serían partidos políticos, sino otra cosa. El partido que no actuara de esa manera, habría perdido pura y simplemente el instinto de conservación y estaría condenado a desintegrarse y desaparecer. El poder es, en última instancia, lo que mantiene vivo a un partido político y lo que lo convierte en un elemento decisivo de agregación social en el Estado democrático.

A nadie puede extrañar, en consecuencia, que un partido pretenda conseguir el máximo poder posible, bien directamente del cuerpo electoral a través de las diversas elecciones, bien indirectamente a través de todas las ramificaciones institucionales del Estado social y democrático de derecho de nuestros días.

En esto no hay nada intrínsecamente perverso. Al contrario: en esa lucha por la conquista del poder que se extiende por toda la superficie de la sociedad consiste la vida política en todo país democráticamente organizado.

Por eso las constituciones se preocupan fundamentalmente de poner límites a la ocupación del poder por parte de los partidos. Porque todos los constituyentes democráticos que en el mundo han sido han partido siempre de la convicción hobbesiana de que el hombre tiene un ansia de poder que sólo cesa con la muerte. De ahí la necesidad de garantías constitucionales, tanto individuales, que protejan al ciudadano frente al Estado, como institucionales, que protejan a la minoría frente a la mayoría. Sin tales garantías el dominio de la mayoría sería literalmente insoportable.

Ésta es la única solución realmente operativa que se ha encontrado hasta la fecha en las sociedades humanas. En las que mejor se han organizado: las democracias contemporáneas. El control del poder no puede descansar en la buena voluntad o en el autocontrol interno de los partidos -esto iría contra la naturaleza de las cosas-, sino que tiene que ser un control externo, que les obligue a comportarse de una manera constitucionalmente correcta y, por tanto, socialmente aceptable.Ahora bien, ello exige un equilibrio político en el país, que evite que los mecanismos de garantías puedan ser accionados sin la participación de alguna o algunas fuerzas políticas significativas. Cuando esto ocurre, la desnaturalización del diseño resulta difícilmente evitable.

Y esto es lo que viene ocurriendo en España desde: 1982. El problema no es el Tribunal Constitucional. El problema no son las direcciones de los partidos políticos. El problema es el mapa electoral que se ha ido configurando a lo largo de estos últimos 10 años y que ha desbordado las previsiones del constituyente.

Porque el constituyente español, como los otros europeos, adoptó una decisión prudente en materia de garantías constitucionales, exigiendo unas mayorías cualificadas que, en principio, se suponía que iba a exigir siempre una negociación entre la derecha y la izquierda, para entendernos, para activarlas.

Y, sin embargo, no ha sido así. Desde 1982, la reducida presencia política y parlamentaria de la derecha española, primero con AP y después con el PP, ha hecho posible que las decisiones más graves respecto de nuestro sistema constitucional se pueden adoptar sin el concurso del primer partido de la oposición. No se estar. adoptando ni se han adoptado en general, pero pueden adoptarse.

En tales circunstancias la politización de las garantías constitucionales resulta muy difícil de evitar. Pues la despolitización descansa en la necesidad inexcusable de ponerse de acuerdo, porque no es posible actuar sin el otro. A partir de este momento la designación de los magistrados del Tribunal Constitucional deja de tener interés para los partidos como ocupación de cuota de poder, porque unas designaciones y otras se anulan. Cuando falta esta premisa, la previsión del constituyente no se viene abajo, pero sí se ve afectada. Más o menos, dependiendo de las circunstancias políticas generales,

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Javier Pérez Royo es catedrático de Derecho Constitucional.

A toro pasado

Viene de la página anteriorpero con tendencia a verse afectada cada vez más cuanto más se prolongue esa situación y más tiempo se tarde en verle el final.

Y eso es lo que está pasando en España. Llevamos 10 años en los que el concurso del partido de la derecha española no ha sido necesario para designar a los magistrados del Tribunal Constitucional, aunque se haya contado con él para ello. No parece, además, que el panorama vaya. a cambiar en el inmediato futuro. En tales circunstancias ha ocurrido lo que tenía que ocurrir.Incluso me atrevería a decir que la renovación ha salido mucho mejor de lo que en un principio se podía esperar que iba a salir. Al convertirse en un asunto de interés general para la opinión pública, se ha tenido que cuidar mucho el perfil de los posibles candidatos y se ha acabado despolitizando de facto de manera significativa la elección, al menos. desde la perspectiva personal de los nuevos magistrados.La renovación del Tribunal Constitucional no es más que un síntoma, el último por el momento, del mal de fondo que aqueja a nuestro sistema político, que, a pesar de su juventud, empieza a dar muestras de un agotamiento preocupante. España no ha sabido solucionar nunca -salvo en los primeros decenios de la restauración con técnicas y procedimientos de sobra conocidos- el problema de la alternancia en el poder. Y parece que tampoco en esta experiencia democrática, la más real y duradera de nuestra historia, estamos siendo capaces de hacerlo.De ahí ese malestar difuso que se percibe en nuestra sociedad, ese cinismo de la ciudadanía respecto de las instituciones y un cierto encanallamiento de la vida política, salpicada permanentemente de escándalos o de trifulcas poco edificantes.No es en los nombres de los magistrados o en los portavoces parlamentarios de los partidos donde radica el problema, sino en la propia sociedad española y, en la forma en que estamos siendo capaces de articulamos políticamente.Shakespeare ya nos los advirtió hace varios siglos: "El mal, querido Bruto, no está en las estrellas. Está en nosotros mismos".

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