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Del amor homosexual

El último libro de Reinaldo Arenas parece dar lugar a una canonización del homosexual como personaje maudit desde una actitud que no es completamente nueva: ya ocurrió con la muerte de Pasolini o con las experiencias de Genet y Fassbinder, para citar sólo unos casos muy conocidos. El libro de Reinaldo es, por supuesto, una obra estremecedora cuyo interés humano no admite discusión. Yo mismo no lo sospeché cuando Néstor Almendros me presentó al autor, en un restaurante de Barcelona, hace algunos años. Fuera del terreno estrictamente literario, hicimos con él lo que deseaba: mostrarle la parte frívola y el lado gay de la noche barcelonesa. Contrariamente al tremendo impacto que me ha producido el libro, no recuerdo de aquellas jornadas ninguna conversación dotada de especial trascendencia. Cada uno de nosotros guardó su drama personal para ocasiones más propicias. El drama de Néstor y el de Reinaldo han culminado con la muerte. El mío me lo sigo gastando en la experiencia cotidiana, que nunca los ahorra.Pero he hablado de canonización en lugar de análisis objetivo del libro como podría hablar de hagiografía establecida a partir del momento en que cualquier homosexual se ve enfrentado a una situación extrema. Resulta sintomático que tenga que ser así para que el problema sea apreciado en toda su magnitud por sectores incluso intelectuales. Pocos reparan en el drama del homosexual -masculino o femenino- cuando lo contemplan inserto en una experiencia cotidiana. Necesitan verlo acompañado por ambientaciones siniestras, experiencias negras, depresiones abismales y, si es posible, la definitiva maldición del sida. Como en el caso de Reinaldo, el homosexual tiene que convertirse en mártir para recordarnos que fue, ante todo, un ser humano y un ente social. Semejante actitud no debería extrañarnos. En nuestro mundo, el drama precisa de muy elevadas cotas de espectacularidad para ser debidamente apreciado.

También se opta por la sublimación invocando grandes nombres de la historia de la cultura que pasaron la cuerda floja; así pues, todo homosexual que espere ser aceptado deberá ser necesariamente un Miguel Ángel, un Shakespeare o una Gertrude Stein. Por supuesto, existen homosexuales perfectamente estúpidos y vacíos, del mismo modo que existen heterosexuales cretinos hasta la medula. Pero a estos últimos no se les exige que sean Ortega y Gasset para ser respetados. El heterosexual asienta su reinado sin dificultades, por ley de vida; el homosexual se ve obligado a presentar de antemano su acreditación mediante la sensibilidad: escritor, director escénico, cantante, peluquero, modista, todo pueden ser coartadas perfectas y siempre útiles, porque el verdadero problema -la consideración del homosexual en régimen de igualdad- no ha sido todavía solucionado. Y, por supuesto, no todo el mundo está en la obligación de poseer un don artístico que le justifique ante el resto del mundo.

La magnificación del problema homosexual hace que incurramos a veces en verdaderas desviaciones de una realidad que se desarrolla en terrenos poco novelescos y que no necesita caer en lo aparatosamente trágico para revelarnos sus parcelas de soledad y a veces de agonía. Pero nada indica que el homosexual que no desciende a sus propios infiernos sea más feliz que los que lo hacen y que, además, poseen el don de expresarlo por medios artísticos. Los infiernos continúan existiendo para todos... ¡y de qué maneral

El arnor homosexual, definido antaño como "el que no se atreve a decir su nombre", plantea todavía hoy considerables problemas de comprensión. Claro está que el caso viene de lejos y que existe una abundante bibliografía -después, una filmografía- empeñada en mostrar sus aspectos más negativos (y de esto siempre supo mucho la Santa Madre Iglesia). Me divirtió descubrir recientemente, en la enciclopedia Espasa, que el emperador Adriano "era de costumbres muy libertinas... se entregó al repugnante vicio de la sodomía, escribió versos en honor de sus bardajes... y tuvo una baja pasión por un favorito llamado Antinoo...". Esta definición, escrita en 1908, nunca fue corregida. Tampoco debe maravillarnos. Alguien tan poco sospechoso de puritanismo como el marqués de Sade llamaba a Antinoo "la puta de Adriano", de donde vemos que la pareja tardó mucho en contar con paladines que defendieran su fama.

Es reciente la aparición de parejas ideales" de la mitología homosexual, a la altura de los Romeos y Julietas, Abelardos y Eloísas o Margaritas y Armandos, que durante siglos han poblado las fantasías sentimentales de la heterosexualidad. Adriano y Antinoo son los más reivindicados últimamente, y es que de hecho ofrecen atributos suficientes para acreditarse como modelo: la belleza física y la juventud del mancebo frente al carácter varonil, experimentado, culto, sabio y sensible del emperador son datos que responden a la división de la pareja formulada en la pederastia de la antigua Grecia: el erómenos y el erasta. Es lógico que el llamado amor griego aporte a las almas románticas un poco de nostalgia. Imposible no sentirla al recordar al jovencito Demofonte perdiendo la cabeza por el inteligente Sófocles, al pensar en lo excelso que debía de ser Patroclo para que su muerte despertase el dolor y después la ira de Aquiles o mediante qué admirables virtudes accedería Hefestion a la intimidad del divino Alejandro. Y en un terreno más moderno, la pareja Jean Cocteau-Jean Marais también hizo que se desbocasen muchas fantasías sofisticadas. En todo caso, mitificaciones otra vez: sueños irrealizables, realidades muy duras transfiguradas por medio de la idealización y el escapismo.

De hecho, tanto la canonización del homosexual maldito como la idealización de la pareja homosexual culturizada perpetúan sin pretenderlo una idea de lo excepcional. Enfrentarse a la propia homosexualidad parece implicar necesariamente un ingreso en la mitología para sentirse Apolo persiguiendo a Kipresos o bien arriesgarse a una suerte aciaga, en ambientes turbios, como los asesinatos de Ramón Navarro y Sal Mineo. Estamos, pues, ante una nueva entrega de las Actas de los Mártires. Y según estas ideas, el homosexual "valiente" sólo será el transgresor, el que se sale de las normas, el que se atreve a internarse en su propio infierno. Y si dije que no todo el mundo está obligado a ser artista, afirmo que no todo el mundo está obligado a ser héroe. No todos los amantes aspiran a realizarse viendo el cuerpo del amado arder en la pira funeraria ante los muros de Troya; en general se prefiere tenerlo abrazado una tarde de domingo viendo por televisión un añejo, encantador melodrama de Bette Davis.

Siempre se me antojó importante la lucha cotidiana del homosexual por conservar dignamente su lugar en el seno de una sociedad con normas pretendidamente establecidas para todos los ciudadanos. Este es el caso de la mayoría de homosexuales y no representa en modo alguno un caso cómodo. Aquí la resistencia pasiva carece de la épica necesaria para la mitificación. El muchacho que trabaja en una oficina, pendiente siempre de que sus gestos no le delaten ante sus jefes, el colegial que tiene que llorar a escondidas de sus compañeros por las tendencias que acaba de descubrir en sí mismo, el padre de tres hijos que busca su realización sexual en los bares de alterne, angustiado por la posibilidad de ser descubierto... son prototipos harto conocidos y que nunca serán ensalzados a la altura de los malditos oficiales ni resultarán tan sublimes como los modelos mitificados por un aura platónica. Ni siquiera se verán reconocidos en el drama de un Oscar Wilde. Y, sin embargo, su peripecia cotidiana es tanto o más dramática y puede prolongarse toda la vida.

Y no podemos olvidar a los homosexuales masculinos o femeninos que han decidido acceder a la normalización expresa-

Terenci Moix es escritor.

Del amor homosexual.

da en la convivencia. ¿Puede, exigírseles que su decisión llegue al extremo de marginarles como entes sociales? Tanto el homosexual como la lesbiana participan de todos los inconvenientes de esta sociedad, pero se les excluye de algunas de estas ventajas: la principal de ellas, mostrar su relación de pareja con toda normalidad, sin temor ni represiones y sin la exigencia de ser cultos o famosos. Establecer su elección amorosa como una forma completamente natural es una aspiración tan lógica que parece imposible que todavía nos veamos en la necesidad de defenderla. Porque el amor homosexual es una forma más del amor, y la necesidad de consumarla en la unión es una consecuencia coherente y necesaria para la realización de muchas personas.Se supone que este tipo de unión no se produce sólo en nombre de la pasión, que se esfuma pronto, sino en la noble necesidad de avanzar unidos hacia una meta común. Contra la mitología del outsider, el que se acoge a una relación estable aspira a verse incluido en un proceso de normalidad. Pero ¿qué sentido tiene tal concepto a estas alturas del siglo? Por su puesto, la pareja de homosexuales que intenta el difícil arte de convivir incurre en una experiencia que, como mínimo, resulta exótica para los demás. No existe un modelo previo al cual acogerse y, por tanto, se re curre a la limitación del que ya viene marcado por las relaciones heterosexuales, establecidas como norma. Resulta sintomático que en la mayoría de los casos deba repetirse un esquema esposa-marido que ya ha reve lado todos sus fallos en el sistema convencional. ¡Con lo fácily admirable que sería el sentirse compañeros! Es inevitable caer en los mismos errores y convertir las secuelas del amor en una relación siempre difícil, no por homosexual, sino sencillamente por humana.

A raíz de la publicación de mi novela Garras de astracán, el buen amigo Ramón de España me acusó en este mismo periódico de que el libro abogaba por el amor homosexual como única forma de realización. Nunca he sido tan iluso como para creer tal cosa. Por el contrario: debo confesar que todas mis relaciones homosexuales han terminado como el rosario de la aurora. Pero no es menos cierto que las relaciones heterosexuales de muchos compañeros de generación han terminado como la feria de Flix, que se la llevó el viento. ¿Consuelo en la mutua desgracia? Nada de esto. Ni es, desde luego, un problema de hormonas. El verdadero problema para todos los seres del mundo -homosexuales o heterosexuales- es que el amor humano está muy mal inventado. La difícil consolidación del mismo es el verdadero acto de combate. Y antes que una guerra de rosas es, para todos, una contienda de espinas.

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