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Origen y destino

Ahora que estamos a punto de celebrar los 500 años del descubrimiento de América y que nos preparamos a presenciar el comienzo de un nuevo milenio, parece muy oportuno plantearse algunas cuestiones fundamentales: la del significado de la conquista europea de América, la del lenguaje español, la del destino histórico de ambas comunidades.En la misma noción histórica de conquista está implícita la de la violencia: es una acción que supone un pueblo que domina y somete a otro por la fuerza. Ningún pueblo en la historia humana ha querido ser conquistado o invadido por otro; pero bien sabemos que ésos han sido los modos habituales como nuestras naciones han establecido sus fronteras, crecido y perdurado a lo largo de los siglos. La conquista española no escapa a las leyes de hierro de toda civilización que se expande: fue un acto de violencia, que arrasó las culturas precolombinas, detuvo su proceso cultural y trajo sufrimientos e injusticias cuyas exactas proporciones apenas podemos imaginar.

Pero así como no hay que ocultar estos hechos, tampoco hay que ignorar que un importante sector de la metrópoli dominadora -sus pensadores y hombres ilustrados, pero también algunos de los mismos protagonistas de la empresa conquistadora- debatió ardorosamente el derecho que tenía España sobre América y cuestionó sus bases morales. En la larga historia de las conquistas humanas, éste es un caso excepcional y con hondas consecuencias para su propia configuración. Hay que tener en cuenta, además, que, pese al designio español de total dominio cultural, la realidad indígena sobrevivió (marginada o clandestina), conservó la memoria de sí misma y se salvó de la aniquilación. El resultado final de la conquista no fue exactamente el que España había previsto, sino algo distinto: una sociedad mestiza, cuyos lazos culturales y vitales con el pasado precolombino siguen funcionando. Este hecho tuvo un profundo impacto sobre España y Europa en general: al descubrir América, el viejo continente se descubrió a sí mismo e incorporó imágenes, valores y realidades que la modificaron sustancialmente; su entrada en los tiempos modernos está ligada de modo indisoluble a la presencia americana. Es decir, no todo fue pérdida para América ni las ganancias fueron sólo las que acumularon los conquistadores. Y las mayores ganancias no fueron quizá el oro extraído de América o el inmenso poder político que la conquista trajo a España, sino el del dorado tesoro de una lengua nueva.

La expresión una lengua nueva merece aclararse. No sólo se refiere al hecho de que los pueblos americanos se vieron forzados a abandonar sus lenguas aborígenes y adoptar la del pueblo invasor, sino que éste sufrió un proceso irreversible de evolución y cambio que alteró radicalmente su lengua. Hay que recordar que la lengua española que se impone en América es el, español más rico, admirable y, creador que haya existido jamás: la de Alfonso el Sabio y Jorge Manrique, y, poco después, la de Garcilaso, Lope, Cervantes, Góngora y Quevedo. Los pueblos americanos heredan ese incomparable caudal, lo adaptan y lo reinterpretan de modos inventivos e imprevisibles: el resultado tiene los nombres de Sor Juana, el Inca Garcilaso, Caviedes, Bello, Martí, Darío.

Siempre me ha resultado ilustrativo que los periódicos lamentos de los indigenistas contra la lengua de la metrópoli se hagan siempre en español; cuando queremos comunicarnos usamos la única lengua viable a nuestro alcance. Esto no quiere decir que no debemos conservar y respetar el legado de las lenguas indígenas: tiene su propia y maravillosa riqueza, y es enteramente nuestra. Grandes escritores como José María Arguedas y Augusto Roa Bastos saben cómo trabajar con ellas. Lo que no podemos hacer es canjearlas, retroceder el reloj de la historia. Después de América, el español es, inevitablemente, otra cosa: algo impensable sin la metrópoli, pero que excede sus marcos originales. Uno de los aspectos más notables que derivan del descubrimiento es que, gracias a él, el español se extiende en un área que supera largamente, en extensión física y población, a la Península; el destino de la lengua resultó ser excéntrico, o tal vez bipolar y transatlántico. Y después de Vallejo, Neruda, Borges y García Márquez es difícil decir cuál es la norma y cuál la variante. Lo que ha pasado con la lengua quizá sea una indicación de lo que puede ser el destino histórico de las dos comunidades unidas y separadas por el Atlántico.

América y Europa son modalidades de la cultura occidental. Pero la afinidad entre la porción que llamamos -con evidente imprecisión- América Latina y Europa occidental es innegable: compartimos una tradición, una actitud espiritual y un estilo de vida que constituyen un lazo más fuerte entre nosotros que el que puede existir entre América Latina y Estados Unidos: con éstos compartimos una geografía, pero no una experiencia histórica. Y, sin embargo, el fin de siglo nos encuentra en una situación paradójica: tras la aleccionante caída de los imperios y entidades estatales del Este, Estados Unidos aparece ciertamente como la única potencia mundial capaz de influir en el destino de todos los demás países, gracias a su poder económico, militar y tecnológico; la paradoja está en que eso ocurre cuando la sociedad americana, envuelta en una grave crisis moral, ha comenzado ya su decadencia.

La hegemonía indiscutida de cualquier potencia es indeseable y es un riesgo que debe preocupamos a todos: peor que un mundo dividido entre imperios rivales es un mundo regido por un solo poderoso al que nadie cuestiona. A Estados Unidos no le resulta necesario invadirnos (aunque lo haya hecho): ya nos invadieron sus productos, sus empresas y sus lemas publicitarios. Para ser objetivos habría que añadir que esa invasión ha contado con la entusiasta aceptación de millones: sus productos industriales y culturales parecen colmar exactamente nuestras necesidades y expectativas. A veces ocurre lo contrario: adaptamos nuestras necesidades a esos objetos y confundimos su adquisición con la felicidad o la plenitud de la vida. Hemos sustituido los ideales de justicia y solidaridad por los de acumulación y ganancia individual. En todos los campos, desde lo sustancial hasta lo trivial, escuchamos la voz dominante y triunfal de Estados Unidos. (Curiosamente, en ese trasiego no nos ha interesado incluir lo mejor que tiene la cultura americana: el respeto al derecho del otro, la ley basada en la buena fe y no en la astucia, su notable capacidad de adaptar y asimilar aun lo que contradice sus tradiciones; a pesar de su honda crisis, esos principios se mantienen y explican su fuerza).

El peligro está en que esa voz se convierta en un monólogo en cuanto a soluciones políticas y sociales en países que son sustancialmente distintos de ese modelo y distintos entre sí. El monólogo político no puede ser combatido por una babel de países en fútiles disputas con los vecinos o con sus propias etnias, como ya estamos viendo ahora mismo en varias partes de Europa. La Comunidad Europea es una esperanza de que habrá un interlocutor válido a la hora de desalentar las aventuras o moderar los apetitos de los nuevos conquistadores. Pero tal vez eso no baste, porque los actuales problemas de América Latina son tan numerosos y complejos que afectan los esfuerzos de Europa y los afectará más en el futuro. Si la palabra latina tiene algún sentido, es el de recordarnos un origen y prometernos un destino. La existencia de una auténtica comunidad latinoamericana, capaz de dialogar consigo misma, con el vecino norteamericano y con las naciones europeas, quizá sea la única manera de alcanzarlo. El mundo ha cambiado ante nuestros propios ojos, y muy poco de nuestros viejos esquemas, temores o supersticiones ideológicas tiene ahora vigencia. Cuanto antes repensemos todo, mejor.

José Miguel Oviedo es crítico literario, ensayista y profesor de Literatura de la Universidad de Pensilvania, Estados Unidos.

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