Sin gafas
Fue un ruido sordo, como de carga de fusil o de broche oxidado de lencería, que venía casi de más allá de baldosas. Ahí estaban mis gafas con sus cristales rotos, despeñadas de la mesita de noche al suelo. La gafas son esa prótesis delicada que periócamente nos ofrece el milagro caerse y sobrevivir. Pero a veces la leyes físicas se cumplen y nos quedamos unas horas con la evidencia borrosa de nuestra miopía mientras sostenemos en las manos un par de cristales tuertos y de patillas cojas.Sin gafas nos sentimos inseguros y balbucentes. Recorremos la casa con los brazos extendidos y maldecimos este desorden tan vivo cuando es claro y tan mortecino cuando se empasta en la retina. La televisión es simplemente una voz de colorines, y todo aquello que habíamos escrito antes de la catástrofe ha dejado de ser literatura para convertirse en una procesión de hormigas inquietas. Cuando ya no sabemos qué hacer con nosotros mismos, agarramos la primera revista que encontramos y creemos leer noticias decisivas y escándalos que estremecen al mundo. Sin gafas, la información alcanza ese estado líquido tan refrescante y nos la bebemos convencidos de que las palabras negras valer tanto como los espacios blancos. El mundo de los miopes no tiene matices y se ha de conformar con la brocha gorda de la vida. Creemos aquello que quieren que veamos, y lo que vemos está confuso y manchado.
Pero un día llega la claridad del cristal nuevo y aquellas revistas quie un día fueron la antesala de la verdad parecen más papel que argumento, Prometían realidades certeras y ofrecen culebrones difusos. Por suerte con las gafas puestas, no hay más remedio que rendir homenaje a ¡Hola! este espectáculo de mesa camilla que siempre da lo que dice dar y que, puestos a mentir, siempre Io hace a favor de la felicidad ajena probablemente la más humana de las falsedades.
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