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Anomia

Conviene repensar la anomia. No es ésta nada nuevo; es algo eterno casi, como el pensamiento griego. Literalmente es "falta de leyes", "desprecio" de éstas. La novedad, si acaso, estriba en la consideración que de la anomia hace Ralf Dahrendorf` en su libro El conflicto social moderno. Una cita breve: "El hacer caso omiso de las normas y valores de la sociedad oficial se ha convertido en un hábito muy extendido. Este hábito es presumiblemente la característica más expresiva de las sociedades europeas en los últimos decenios del siglo XX. Tiene un nombre: el de anomia...". Bien, ¿de qué se trata, pues, al decir que hay que repensar la anomia?En cierto modo se trata de considerar lo que pasa en el mundo en la forma bajo la que vienen las cosas decisivas para él: la política. Claro es que hay otras cosas que pasan en el mundo que son igualmente decisivas para éste, como el arte, y acaso más la religión, pero la política es lo que verdaderamente pasa en el mundo, frente al arte y la religión, que, de mejor modo, quedan. La política, además, es lo de cada día, lo inmediato, lo que no es posible dejar en quietud transitoria porque viene a ser el imprescindible motor de la vida material de los pueblos... Se trata, pues de la política.

Si la anomia rige el mundo de estos días, será porque la política la ha provocado y, tras la provocación, la ha permitido o la tolera al aceptar implícitamente su incapacidad de eliminarla. Pero antes de seguir procede preguntarse: ¿es cierto que la anomia rige hoy en el mundo o en la sociedad civil? Y si es así, ¿qué se debe entender por mundo o sociedad? Por mundo o sociedad hay que suponer que se comprende lo que llamamos Occidente, y, dentro de este concepto, más concretamente Estados Unidos y Europa. También el mundo ese encierra en sí al resto de América (la española sobre todo) y a lo que, siendo trascendente, no es occidental, como Rusia y Japón; pero la verdad es que ese resto del mundo refleja de un modo u otro lo que en Occidente pasa... Pues bien, ¿es ése un mundo anómico? El autor citado dice que sí, aunque matiza de tantos modos la anomia que no llega a quedar ésta ni definida ni limitada. Sin embargo, esto es, creo yo, lo que Dahrendorf quiere entender por anomia: anomia, en lo que ahora interesa, es una relajación del acatamiento y cumplimiento de la normativa y de los valores legales al no sentirse el hombre ligado a la sociedad para la que se han dado esas normas y valores que estructuran lo legal. Tal relajación es causa. El efecto correspondiente es que la sociedad, debilitada en lo legal, no obliga a cumplir sus propias reglas", y, con ello, el incumplimiento queda sin castigo, o al menos sin el castigo debido.

Si eso es la anomia, asalta ya la duda de si no habrá existido siempre en lo europeo, en lo histórico de los tiempos de Europa, en cada una de las naciones que la componen. Cabe llegar a la conclusión de que sí, aunque no con generalidad extensa en todo caso, pero con intensidad variable en función de las características dominantes de cada momento histórico. Porque el pueblo nunca ha sido dado, con libertad y convicción, al cumplimiento estricto de normas y leyes, y las sociedades, en tiempos especiales, han parecido ser tolerantes con ciertas desviaciones legales de los hombres... Pero la anomia de hoy, que existe y es clara en Europa, lo es así comparada con el alentar europeo de un pasado histórico relativamente reciente. Ese pasado reciente de Europa es, naturalmente, la revolución de 1789. Parece ser que la anomia es ahora, en los decenios noveno y décimo del siglo XX, más marcada e intensa de lo que lo fue desde 1800. ¿Por qué?... La razón o causa que se ve más a. mano es la evolución de la forma práctica que ha experimentado la política en Europa en los últimos 200 años. La revolución acabó con el absolutismo monárquico y trajo el poder de la burguesía: otro absolutismo acaso. El último cuarto del XIX, y tras la otra revolución -la industrial de 1848-, aportó a esa política de Europa o en Europa el socialismo, que, evolucionando hacia la socialdemocracia, acabó, en lo exterior al menos, con la preponderancia de la burguesía y empezó su lucha aparente con el capitalismo. El movimiento social de vigor ascendente hizo en cierto modo fuerte a la clase ayer inferior, al tiers état, y el político hubo de acomodarse a esa fuerza, y hubo de hacerlo cediendo en algo, como hay que ceder ante toda revolución cuando ésta se dinamiza contra uno... y ya se estaba entonces ante la rebelión de las masas. La masa se crece en el cultivo de la social democracia y llega a creerse algo de valor en sí misma. Se rebela, en efecto, y no admite mando alguno que no tenga con ella contemplaciones que la descarguen en mucho del peso de la ley, que tiene que pesar, y lo ha hecho siempre, porque el hombre, sin freno legal suficiente, tiende al libertinaje y cae en él. El efecto real del fenómeno ya lo señaló a su tiempo Ortega antes que nadie: nadie manda; no hay mando. Al menos en Europa. El totalitarismo, o la tendencia a él que se materializó en algunos ejemplos, fue lógica consecuencia política. Al faltar el mando o ser la autoridad débil e inoperante por tanto, predomina el desorden en la sociedad, y el desorden produce siempre violencia. Para volver al orden no cabe en principio más solución que la de la fuerza y, en mucho, el dictado. Lo curioso, pero humanamente explicable, es que la mayoría sometida a una autoridad fuerte, sin que sea inhumana ni opresora, acepta ésa con resignación, y hasta con gusto, por considerarla un mal menor.

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Pero el equilibrio en política no encuentra con facilidad su punto estable. La autoridad incontestada degenera, sin duda, y una autoridad degenerada no es autoridad. Se vuelve prácticamente a la democracia, que es la única viable, y enseguida se repite el fenómeno. Eso ha sido lo de Europa, y Europa vive ahora esa socialdemocracia, aunque con matices de accidente distintos a los de antes de 1914, sistema con el que se ha vuelto a la anomía... Y la anomía, dice Dahrendorf, acaba fácilmente en tiranía.

Mas la anomia no es sólo efecto de la indiferencia de la gente hacia la ley y la norma, sino también -y acaso sobre todo- de la inhibición, por debilidad o incapacidad, de la autoridad para hacerlas cumplir. En ciertos aspectos parece prevalecer la inhibición; en otros, la incapacidad. La autoridad se inhibe cuando su intervención ha de ser rígida y fuerte por razón de las cosas. Ejemplo claro de eso: la criminalidad y el terrorismo. La autoridad, en forma de justicia en esos casos, da la impresión de no atreverse a actuar con la contundencia que debiera para no pasar por dictatorial y represora. Se pulsa cierta tolerancia con el criminal, e incluso con el terrorista, por recelo a protestas airadas de ciertos sectores de la opinión o de algunos partidos políticos que gritan como si desafuero fuera aplicar la ley en su letra y en su espíritu. Gritan los partidos organizados y calla la opinión por indiferencia o por una hundida simpatía, no reconocida, claro es, hacia el criminal de hoy, motivada acaso por asociaciones románticas con figuras de antaño que robaban o asaltaban con pretextos de hacer el bien. El pueblo no se altera en exceso. Se protesta, sí, y se condena, pero los actos no pasan de palabras o de una que otra manifestación por las calles. Al día siguiente se vuelve a vivir la vida normal como si nada hubiera pasado.

Y sin embargo, pasan cosas con la anomia. Pasa en especial el deterioro de los fundamentos de la sociedad, de uno de ellos que ha destacado en Occidente con forma de primerísimo cimiento estructural: el derecho. El derecho se resiente porque el jurista prevarica. Al no haber justicia, el hombre se desanima, el ciudadano recela, el rebelde e insurrecto se crece, la sociedad se atemoriza en el escepticismo. El pulso social decae porque el conflicto se agudiza. ¡Decaer el pulso de la sociedad! ¿Qué es eso? Eso exactamente: la decadencia; y, en lo que es nuestro, la decadencia de Occidente.

.Es raro que al comentar la anomia mediante el estudio y el análisis críticos no se capten ecos de relación de causa a efecto entre el declinar de nuestra civilización y la anomia general que se puede apreciar en casi todos los órdenes de la vida occidental en general, y especialmente en la europea. Porque en las decadencias de los pueblos todo se deteriora. El espíritu se debilita y deja de crear; por tanto, de comprender... aunque el sentido del proceso sea tal vez el inverso, es decir, que el embotamiento de las facultades intelectuales y espirituales de las culturas y pueblos mismos es la causa de la incapacidad e imposibilidad de creación. Y ese espíritu creador pierde el claro ver de los conceptos eternos que rigen la vida espiritual de las sociedades: justicia, libertad, conciencia de ser, ansia de ser más o de seguir siendo. La materia, lo material, se deteriora de igual modo, pero lo hace con paradójico aparecer, ya que la propia civilización que degenera y decae no percibe los síntomas de su mal. Lo material llega a ser ostentoso y caro, pero vacío: la técnica, la arquitectura, las artes. Apariencia y valor material, pero nulo reflejo del brillo del espíritu... Y la anomia es sentir inconsciente de un espíritu flaco y escéptico. Es, en el fondo, una rebelión automática de la materia contra el espíritu, de lo formal contra lo sustancial y profundo en las sociedades decadentes. La realidad es que éstas, por más que sientan su necesidad seriamente, carecen de recursos para detener la creciente gravedad de la anomia, y mucho más para extirparla. Da la impresión de que la anomia, llegada a su punto crítico de inflexión, es irreversible ya. El único remedio posible es el de la engañosa apariencia, es decir, el de que no sea genuina y real la decadencia supuesta. Porque, si no hay declinar, puede la anomia ser curable, aunque en realidad exista. Claro es que, como toda cura de algo grave, ha de ser efecto de contundencia en el remedio: la mano fuerte de la autoridad, a impulsos de una mente política decidida... Pero eso, se dirá, es el autoritarismo. En efecto: eso y la natural tiranía que se insinuaba en el libro.

Pero Occidente decae. Por más que se proteste contra el parecer de Spengler, no es muy realista pensar que su opinión es sólo fruto de un pesimismo injustificado. Occidente decae y decae Europa. Lo material aparente parece tener todavía vigor suficiente. Dicen que incluso anda en alza. Y si el espíritu se muere, pero el cuerpo vive activo y en auge, ¿a qué la preocupación y el duelo? La anomia denunciada no debe de ser mal decisivo, ya que la renta per cápita se mantiene e incluso sube. ¿Qué más da, entonces, esa perturbante anomia?

Eliseo Álvarez-Arenas es almirante de la Armada española.

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