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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Olga

El País

AL HECHO horrible de la violación y asesinato de la niña de nueve años Olga Sangrador en la localidad vallisoletana de Villalón de Campos se añade la circunstancia alarmante de que su presunto asesino era un recluso, autor de varios delitos sexuales, que se en contraba disfrutando de seis días de permiso carcelario. Cuando algo así sucede, y resulta que suele suceder de cuando en cuando, todas las preguntas están justificadas. ¿Cómo se concedió ese permiso a una persona con un historial, no sólo policial sino judicial, indicativo de una persistente inclinación a la agresión sexual a menores? La arriesgada decisión de concedérselo, ¿fue tomada de acuerdo con los requisitos penitenciarios y tras un examen en profundidad de las circunstancias atinentes al caso? ¿Es válido un sistema penitenciario que puede dar lugar a fallos como el que ha provocado esta tragedia y llevado la inquietud a la sociedad entera? Desde Instituciones Penitenciarias siempre se ha resaltado el favorable resultado estadístico de la política de permisos carcelarios (decenas de miles cada año) como prueba de lo adecuado de la misma, inspirada en los más nobles valores resocializadores. Esas cifras no permiten, sin embargo, minusvalorar los fracasos; algunas decenas de presos aprovechan la ocasión para fugarse y otros vuelven a delinquir, a veces de la forma bárbara en que lo ha hecho el asesino de la niña Olga Sangrador. Esos casos exigen una consideración ponderada de las circunstancias concurrentes, incluyendo las eventuales responsabilidades personales que pudieran detectarse.

En el caso del presunto asesino de Olga Sangrador, todas las instancias que han intervenido en la concesión del permiso han insistido en que actuaron de conformidad con la evolución positiva observada en la conducta del recluso. El juez de Vigilancia Penitenciaria de Valladolid, al que correspondió en última instancia determinar el pase al tercer grado del recluso, y, en consecuencia, situarle en el régimen más amplio en cuanto a permisos, ha declarado que no actuó a la ligera: tardó ocho meses en tomar. la decisión, siendo determinante la experiencia positiva resultante de varios permisos de fin de semana disfrutados por el recluso a lo largo de su estancia carcelaria. No hay por qué dudar de que ello haya sido así.

Pero si el sistema no ha fallado y quienes lo aplican han actuado correctamente, si todo se ha hecho de conformidad con los estudios de personalidad y las otras variables de valoración de la conducta del recluso -la legislación penitenciaria exige, incluso, un examen de su madurez o equilibrio personal-, quizá el error esté en que las medidas penitenciarias de reinserción social se han aplicado, en este caso, a quien no estaba en condiciones de sacar provecho de ellas. Si es difícil predecir cualquier conducta, más lo es cuando se trata de conductas delictivas -cierto tipo de homicidios, violaciones, etcétera- que, además de objeto de la ley penal, pueden ser también, y quizá en mayor medida, un problema médico.

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No tener esto suficientemente en cuenta puede llevar a situaciones irreparables, como el asesinato de la niña de Villalón. De ahí que, tanto o más importante que imputar responsabilidades a cualquier instancia en concreto -si las hubiere, es obvio que habría que exigirlas-, sea oportuno reflexionar, con vistas al futuro, sobre el acierto de aplicar la política de reinserción penitenciaria a conductas delictivas necesitadas también de otro tipo de terapias. Ante tragedias como el asesinato de Olga Sangrador no basta con decir que cada uno de los eslabones de la cadena penitenciaria ha actuado conforme a la norma, y en el marco de sus competencias. Hay que indagar qué posibilidades existen, en la ley o en su aplicación, de que pueda repetirse en el futuro, y tomar las medidas que lo impidan. En bien de las potenciales víctimas inocentes y de la gran mayoría de la población penitenciaria.

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