Pensemos en Europa
EL RESULTADO del referéndum celebrado el martes pasado en Dinamarca ha hecho que en Europa, de pronto, el proceso continental de unidad política y económica, que parecía imparable y, lo que es más, inmune a cualquier tropiezo, ha dado un traspié. No todo estaba siendo sencillo, por supuesto: en el Reino Unido, en Francia, en Italia, en Irlanda, las tradicional es dudas sobre el futuro y las dificultades económicas tenían expresión en ácidos debates parlamentarios y en reticencias populares de mayor, o menor amplitud. Sin embargo, la negativa de Dinamarca a seguir por el camino trazado en Maastricht parece haber agudizado estas tensiones. Por un instante, el concepto unitario de Europa y su proceso de ampliación se han detenido: se aleja la imagen de una Comunidad integrada muy pronto por 17 o más miembros.¿Quiere decir esto que la Europa lentamente construida desde el Tratado de Roma hasta el de Maastricht, pasando por el Acta única, corre serio peligro de romperse? La respuesta debe ser no. Los lazos económicos, financieros, sociales, laborales, judiciales e incluso políticos establecidos a lo largo de casi 40 años no pueden deshacerse como por ensalmo. ¿Qué es, entonces, lo que está ocurriendo?
Siempre hemos dicho que la unión económica y monetaria de la CE era más sencilla de conseguir que la política. Armonizar egoísmos es más fácil que armonizar generosidades. Dinamarca y cuantos en Europa se oponen a los progresos alcanzados en Maastricht acaban de demostrarlo. Pero tal vez hayan demostrado también algo más importante: que los europeos no están por completo de acuerdo con la confusa idea de una Comunidad que desde una sólida base económica, según sus dirigentes, evolucionaría de forma automática hacia la unidad política.
Hace pocos días, Ralf Dahrendorf aseguraba en este periódico que "después de todo, Maastricht fue una cumbre de Gobiernos cansados" y carentes de ideas originales sobre lo que debe hacerse hacia el futuro. Acusaba a la CE de haberse "quedado estancada en el mundo de ayer". El imprevisto aviso que han dado los daneses a los líderes europeos puede ser pequeño comparado con los que le proporcionen otros reveses, si no se deciden a comprender que hace falta algo más que, pongamos por caso, la liberalización de capitales para construir una Europa aceptable y capaz de asumir el papel político interno y externo correspondiente a su peso específico.
La lección más importante a deducir del caso danés es que, con toda seguridad, para construir algo que sea trascendental, no sólo económico, sino político (una Unión cuyos miembros, cargados de historia y de soberbia, deben renunciar a partes sustanciales de su soberanía para consolidarla), los Gobiernos de berían aprender a consultar a sus ciudadanos de forma directa. Al fin y al cabo, las consecuencias durade ras de la unión van a incidir menos sobre los Ejecutivos que sobre sus connacionales.
Algo ha fallado en el mensaje que los Gobiernos están trasmitiendo a sus ciudadanos en relación con Maastricht y la construcción europea. Porque se diría que, hasta el momento, los únicos que están absolutamente convencidos de que la unión europea es conveniente para todos son los Gobiernos. El presidente Mitterrand, veterano político lleno de reflejos, ha comprendido inmediatamente la lección y ha anunciado la convocatoria de un referéndum al que nadie le obliga. Y es que no sólo quiere preguntar a los franceses si quieren seguir adelante; quiere obtener de ellos un compromiso duradero. Lo importante es que además ha convertido de golpe al plebiscito en la piedra de toque sobre el futuro de Maastricht. Si los franceses dicen no, Maastricht se habrá acabado y deberá ser renegociado desde el principio.
Si queremos una Europa unida, debemos hacer una unión política, sea cual sea la forma que adopte. Si Europa no es nada más que un espacio común para ciudadanos con distintas lealtades, debemos dotar a ese espacio de aquello que estimula más la convivencia: la libertad y la democracia. El concepto de que la soberanía reside en el pueblo no es sólo nacional: la soberanía europea debe residir en el pueblo europeo. La carencia de este concepto es lo que alimenta la sospecha de que existe un déficit democrático en la construcción de Europa.
Les guste o no a nuestros Gobiernos, 12 democracias no están legitimadas ni autorizadas a construir una autocracia. Al arrinconar al Parlamento de Estrasburgo, es decir, al cerrar la vía democrática, como se está haciendo con arrogancia, la Europa que sus habitantes llevan 2.000 años intentando construir se expone a ser destruida por una opinión desencantada.
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