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Sequía y crisis

Inevitablemente, cuando amenaza la sequía surge la polémica sobre los aciertos y errores de las obras hidráulicas ejecutadas para mitigarla o, para emplear una expresión inadecuada que sólo utilizan los legos en la materia, sobre la política de embalses. Por mi parte considero que el momento es el más inadecuado para abrir el debate hidráulico, aunque sólo sea porque los efectos, siempre perjudiciales, de la sequía introducen en el debate ciertos juicios de ocasión derivados de la desconfianza hacia las soluciones técnicas. En cierto modo, la situación es semejante a la del paciente que cuando la enfermedad se presenta o agudiza, incoa su desconfianza en la medicina y vuelve sus ojos hacia el curanderismo. Pero de la misma manera que la sanidad pública no puede confiar sus pacientes a los cuidados de los curanderos, la política hidráulica no puede ejecutar sus planes de acuerdo con las visiones de los zahoríes.De entrada, buena parte de la opinión todavía cree que la política hidráulica es en gran medida una herencia del franquismo, primer promotor de aquellos embalses faraónicos que sólo sirvieron como propaganda del régimen y cuya inutilidad se demuestra palmariamente en los años de sequía. Nada más lejos de la realidad. Por un lado, la política hidráulica, iniciada en los tiempos de Costa e imperfectamente diseñada en los sucesivos planes de 1902, de 1909, de 1916 -el Plan Gasset- y el extraordinario de 1919, por primera vez cobra entidad de cuerpo de doctrina racional con el de 1933, desarrollado sobre bases científicas, que Indalecio Prieto, como ministro de Obras Públicas, encargó a Manuel Lorenzo Pardo, director del Centro de Estudios Hidrográficos, organismo creado durante la República. Este plan fue cuidadosamente retirado de los despachos oficiales en 1939 a fin de que el programa de obras incluido en él -e iniciado ya en 1934- pudiera presentarse como una conquista social del .nuevo régimen; de suerte que quienes se atienen a la lectura ,de la nueva redacción del palimpsesto e insisten en la paternidad franquista de la política hidráulica por ignorancia o por mala voluntad, no hacen sino proseguir los esfuerzos propagandísticos de aquel régimen corsario que borró el original republicano. En segundo lugar, si los embalses se demuestran totalmente eficaces, aunque insuficientes, es en tiempos de sequía, puesto que proporcionan la única agua de la que se dispone en grandes comarcas de: la Península. Piénsese, por ejemplo, que hoy en Madrid se está consumiendo con toda probabilidad agua caída en 1990, o aun antes, y embalsada desde entonces, y que de no haber contado el Canal de Isabel II con la capacidad de almacenamiento hiperanual habría que haber iniciado las restricciones del consumo hace varios meses.

Ante la situación de crisis creada por la escasez del recurso, el zahorí busca el remedio en las aguas subterráneas. Zahoríes y curanderos encuentran siempre el remedio en lo oculto, y es lógico que sea así, pues son los únicos que saben ver a través de lo que para los demás nos resulta opaco. Sus clientes son siempre enfermos y aquejados; pero si sus remedios son eficaces para curar el mal, ¿por qué no los aplican para prevenirlo y mantener al paciente lejos del umbral de la enfermedad? Qué duda cabe de que las aguas subterráneas son aprovechables; muy buena parte de Europa -una parte llana y lluviosa, de suelos porosos y freáticos profundos y prácticamente inagotables- se suministra de ellas con normalidad, pero los acuíferos de nuestra península, en general, exigen ser explotados con mucho rigor, y el bombeo excesivo ha producido daños irreparables en el Sur, Levante y La Moncloa, como todo el mundo sabe.

Si hay un momento en que no se debe recurrir a los acuíferos subterráneos es durante la sequía. No sólo pueden descender los niveles hasta límites irrecuperables, con graves consecuencias ecológicas que ni siquiera mitigarán años húmedos, sino que los propios pozos pueden quedar definitivamente dañados por el agotamiento de sus venas y por la disminución de su porosidad. En aquellas determinadas zonas donde el suministro se consigue con aportaciones conjuntas y combinadas de aguas subterráneas y superficiales, lo más económico y prudente es aprovechar aquéllas en periodos de aguas altas y reservar las segundas para las sequías. Justamente lo contrario a lo que discurre el Ayuntamiento de Madrid para salvar las verduras de sus eras.

La política hidráulica está definida en el futuro Plan Hidrológico Nacional (PHN) que el Gobierno ha de presentar al Congreso en fecha próxima -se dice que antes de que acabe el año-, y que, en caso de ser aprobado, marcará la pauta de las inversiones y realizaciones en ese campo para toda una generación. Aquello que en su día Indalecio Prieto calificó como "la empresa de más envergadura que los poderes públicos han intentado acometer en todos los tiempos". El PHN aborda el futuro, por decirlo de una manera simplificada, en dos tiempos: el plan de cuencas, en el que la confederación hidrográfica correspondiente aborda los proyectos y obras para el aprovechamiento exhaustivo de sus recursos -superficiales y subterráneos-, y el plan intercuencas, con el que se tratará de corregir los desequilibrios globales, procurando dotar a las comarcas deficitarias con aquellos excedentes que puedan ser transportados desde otras hidrológicamente más ricas y geográfica y topográficamente mejor situadas para llevar a cabo la transferencia. El objetivo final -el desiderátum- no sólo será dotar al ciudadano español del agua que necesita, sino también hacer esa dotación de forma ordenada, tanto en el espacio como en el tiempo; hacer también que esa posibilidad de dotación sea la más independiente posible de la climatología, para lo cual se hace imprescindible aprovechar la variedad de climas que existe en la Península. La variabilidad de tal variedad -valga el juego de palabras- exige un cierto grado de reversibilidad de las transferencias; para entender lo anterior basta pensar que en este año 1991-1992 de intensa sequía, Cataluña y Levante (históricamente sedientos y proyectivamente necesitados de ser alimentados con excedentes de otras regiones) han gozado de una pluviometría elevada, y de haber contado con infraestructuras de almacenamiento y transporte que lo hubieran hecho posible, bien podrían mitigar en parte la sed de unas comarcas vecinas que en otros años de distinto signo tendrán que movilizar sus recursos para acudir en su socorro.

Si algo se puede reprochar a la política hidráulica es la lentitud de su marcha. El trasvase Tajo-Segura, enunciado por Lorenzo Pardo en 1934, fue ejecutado, en una celeridad inusual, alrededor de 1970 y todavía hoy no ha cumplido totalmente el fin para el que fue construido. El coste del PHN no se puede situar, sin duda, por debajo de los dos billones de pesetas de hoy. Una minucia si se compara (con la vista puesta en sus resultados) con el coste del AVE. ¿Cuánto se tardarán cruzar el umbral del desiderátum con una anualidad de 40.000 millones para proyectos y obras hidráulicas? Cincuenta ñiños, es decir, un siglo más tarde de la formulación de Lorenzo Pardo.

Juan Benet es ingeniero y escritor.

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