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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Ratificar Maastricht

EL PROCESO de unidad europea ha venido padeciendo últimamente tantas alteraciones de ritmo, tantas convulsiones exteriores, que es milagroso que prosiga, casi impertérrito, a su lento paso. Y es que los acontecimientos mundiales de los últimos tres años, lejos de asegurar una paz nueva y duradera, han complicado las cosas, y especialmente el ambiente sosegado que necesita la CE para ir perfeccionándose.Por ello parece mentira que, en esta alterada atmósfera -cuyos tres elementos más peligrosos son la desintegración de la URSS, las colosales dificultades económicas del Este europeo y la sangría de las luchas nacionalistas en la antigua Yugoslavia-, fuera firmado a principio de 1992 el Tratado de Maastricht. Resultó extraordinario porque, lo quisieran o no, sus firmantes franquearon entonces el umbral de lo irreversible en la construcción europea: el establecimiento de elementos de unidad política y la fijación de las etapas necesarias para establecer la unión económica y monetaria, objeto prioritario del presente editorial. Un paso más, que ni siquiera es el definitivo (hacia 1997 será necesaria una revisión del tratado, y después, probablemente, la negociación de acuerdos complementarios), pero que no admite vuelta atrás.

A principio de la semana pasada, los socios comunitarios iniciaron el proceso de ratificación de Maastricht: el Parlamento danés dio su luz verde (a falta de un referéndum que la complete), y puede decirse que el de Francia hizo algo parecido al iniciar la reforma constitucional indispensable. No hay duda de que el tratado saldrá adelante y de que los Doce lo habrán aprobado oficialmente antes de que concluya el otoño.

¿Y entonces qué? ¿Qué dirección tomará la CE?

Tradicionalmente se entendía que en la CE existía un núcleo duro de países líderes (Alemania, Francia e Italia, y a mayor distancia, España) y un díscolo -el Reino Unido-, entre los cuales andaba el juego. Los primeros empujaban hacia la integración, y el último desconfiaba del proceso de unidad, de sus intenciones y de los modos de obrar de la Comisión en Bruselas.

Tras la firma de Maastricht, las tornas se han cambiado. Italia tiene tales problemas internos que no está para liderar nada; Francia se enfrénta con el hecho de que la discusión del Tratado de Maastricht ha abierto profundas fisuras en el seno de sus formaciones políticas principales, y Alemania, debilitada por su propio proceso de unidad y con enormes problemas económicos y laborales, parece haber perdido momentáneamente el timón. Mientras tanto, John Major, seguro tras su triunfo electoral, da lecciones de europeísmo atenuado, prefiriendo la ampliación de la Comunidad a la profundización de sus estructuras, probablemente para diluirlas, en su articulación y en su calendario. Nunca esconden los británicos la desconfianza que les inspira unirse a una Comunidad que les parece un corsé de sus propias libertades.

En la presente tesitura, España es, probablemente, el país más proeuropeo de la CE, porque es el país que más necesita de Europa para desarrollarse, enriquecerse y mantener el equilibrio social conseguido en la democracia. Y si sus dificultades no nacen de las complejidades políticas de la unión, sino de las exigencias de ajuste económico, se entiende bien el inmenso esfuerzo que pide el Gobierno español para llegar a 1997 habiendo cumplido con las cuatro condiciones de convergencia. Es un esfuerzo que debe compensar la avaricia comunitaria, que acaba de rebajar a la mitad los fondos de cohesión arduamente conseguidos por Felipe González en Maastricht.

Por si el riesgo fuera poco evidente, la reciente firma en Portugal del acuerdo por el que se establece el espacio económico europeo integrado por los Doce y los seis de la EFTA anuncia a muy corto plazo (¿dos o tres años?) una CE ampliada a 17 socios, y poco tiempo después, a 20 o incluso 25 miembroá. Es posible que la ampliación cómunitaria en estas condiciones, y sin profundizar antes en las instituciones y asegurar la estructura económica, perjudique a los socios más débiles. Es lógico que España se oponga a cualquier ampliación que pueda suponer una menor cohesión, esto es, una mayor divergencia estructural entre el grupo del Norte (al que se adscriben los principales países de la EFTA) y los países mediterráneos. Pero también que, suceda lo que suceda, fortalezca su voluntad de colocarse en el grupo de cabeza de una nueva Europa en la que la integración podría acabar realizándose a dos velocidades.

Han pedido formalmente el ingreso en la CE Austria, Suecia, Finlandia, Turquía, Malta y Chipre, y están a punto de hacerlo Suiza y Noruega. Alemania, viendo lo que se le venía encima desde el Este, propició la constitución de un cordón sanitario con los acuerdos de asociación establecidos con Polonia, Checoslovaquia y Hungría. Si para que en 1997 entre en vigor el acuerdo de unión monetaria es preciso que la mitad más uno de los miembros cumplan con las cuatro condiciones exigidas por Maastricht (control de la inflación, del déficit público, de la deuda y de los tipos de interés) y los demás deben quedar fuera de aquélla, es evidente que, con cuatro o cinco nuevos socios más ricos que la mayoría de los comunitarios, el proceso no podrá ser retrasado. En efecto, habrán accedido a la CE con la convergencia ya conseguida. ¿Dónde quedaría entonces España?

Estar fuera de la unión económica y monetaria de Maastricht quiere decir perder el tren del desarrollo, de la cohesión y de la integración social que tan importante nos es. ¿Quiere España arriesgarse a integrarse en los aspectos políticos aún poco definidos de la CE, mientras queda fuera de sus indudables beneficios económicos? ¿Nos es indiferente estar excluidos del núcleo central de la CE, los siete u ocho países que encabezarán a los 14 o 15 restantes, independientemente del número de votos de que cada cual disponga en los consejos? La respuesta a ambos interrogantes es, evidentemente, negativa.

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