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Tribuna:
Tribuna
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La niebla que nos une

Una rara niebla difumina los argumentos y hasta los rostros de los adversarios políticos y aporta una irrealidad añadida a toda la irrealidad presente. En el salón en el que se reúne la nueva izquierda (Aznar, Fraga) con la nueva derecha (González, Solchaga), los financieros, nimbados también de irrealidades, flanquean, como siempre, a la derecha, y los sindicatos, según costumbre, se aproximan a la izquierda emergente, cada vez más radical (federalismo, convergencia matizada). Entre esa derecha hirsuta, defendida por poderosos argumentos económicos que se imponen sin matiz, y esa izquierda de aluvión, sorprendida permanentemente por las emboscadas del Gobierno, deambula un pueblo cada vez más despistado e irritado, cuya ya escasa capacidad de raciocinio, tras una larga y penosa historia colectiva, comienza a transformarse en ironía abrupta y en mal humor político. La niebla empieza a bajar del salón a la calle, y miles de rostros borrosos se cruzan sin reconocerse, sin saber de quién son, a quién votan, de dónde vienen y a dónde van. En este escenario fantasmal todos los gatos son pardos, y algunos son más pardos que otros.Esa nueva derecha y esa nueva izquierda desconocen su papel, y su novedad en el reparto de roles aporta rigidez dramatúrgica a la representación, estando los unos aprendiendo a mandar sin oír y los otros a oír sin mandar. Cabe pensar que si el poder cambia de manos, estos otros mandarán sin oír y aquellos unos oirán sin mandar.

La idea de que el mando, incluso el mando de democrático, debe ejercerse con la rotundidad que da la legitimación es un aporte de la milicia a la política. A su vez, la idea de la verdad como verdad absoluta que tienen los que mandan es una idea religiosa: lo militar y lo religioso se unen en el vértice: la imposición de la verdad es un proceso cuya sustancia es la incomunicación y la ausencia de dudas. No es necesario consultar y no es bueno dudar: fiat, hágase, como la misma palabra divina.

Sin embargo, en el dominio de las ciencias blandas (la economía, en este caso) la historia nos dice que es bueno consultar y que es bueno dudar, y que de ambas operaciones podría salir un resultado que, sin alterar el mapa político, corrigiera las deficiencias que un sistema puramente impositivo quiere arreglar desordenando. El cual desorden, a su vez, haría inevitable un cumplimiento satisfactorio de la imposición económica, en tanto que generador (el desorden) de efectos colaterales no deseados.

En estas circunstancias, el tema de la verdad o corrección de unas medidas económicas es sólo una parte de la corrección global de un proceso en el cual un Estado, con sus ciudadanos, asume un problema y lo resuelve. Pero esto es sólo música celestial para aquellos que creen que basta con tener razón (en el caso de que la tuvieran) para que ésta se imponga cordialmente.

Y es que aplicar a la política el reduccionismo económico (o cualquier otro, como el religioso, en alza en los países islámicos) no sólo afecta a la estabilidad política, sino que es el mismo parámetro el que sale afectado: no hay ingenuidad que no se pague, y creer que las cosas funcionan así, linealmente, es una ingenuidad.

La niebla va entrando en los interiores, y la sensación de irrealidad se multiplica incluso en los salones con espejos más pragmáticos: hasta hace poco la irrealidad era monopolio de los sueños, y así uno se podía sentir entre la niebla mientras dos anarquistas discutían sobre elfuturo de la humanidad (léase la literatura que habla del Madrid de entresiglos: Baroja, por ejemplo), pero ahora está en todas partes, y tan utópico es el discurso de un reconocido augur económico como el de un prestigioso sindicalista o como el de cualquier crítico. Yo mismo vivo entre nieblas, y apenas veo el papel o la pluma o la pantalla del ordenador: una gasa de nubes me deforma los espacios, y desde la ventana no se distingue un perro de un gato, un cura de un bombero, un financiero de un anarquista.

Todo parece utópico e irreal, y esa incapacidad de todo y de todos para quebrar la niebla, y esa persistencia de los discursos en hacerse increíbles, o su resistencia a hacerse creíbles, como si ésa fuera la marca de los tiempos, aporta a la vida una nueva calidad literaria: el sesudo banquero es un peligroso soñador, y el político que vivía a ras de suelo, pragmático y tenaz, es un aventurero. Es la condición del presente. Nadie puede sentirse ya seguro improvisando sueños mientras la gente sensata nos gobierna o nos financia: ya no hay gente sensata. Quizá es que no hay condiciones objetivas, como antes se decía, para que haya sensatez: una niebla que sube del río de los tiempos ha ocupado la ciudad, y el destripador nos espera. Sombras y nieblas cruzan las avenidas y nadie debería salir de casa.

Unos dicen que esto acabará con el Gobierno y otros que acabará con los sindicatos. Probablemente acabará con ambos, aunque a lo mejor no acaba con ninguno, o sólo con uno de ellos. Ésas son las posibilidades. Los que apuestan por todo pueden hacerlo ahora, y echar sus dados entre la niebla, en alguna de las callejas que llevan al río, el río de los tiempos, por el cual sube un frío húmedo entre la niebla creciente. La ciudad ya apenas existe, sumergida en esa irrealidad, y cualquier bulto es cualquier cosa: ese desarrapado es un activista de la derecha, ese petimetre es un conocido izquierdista, ese obispo lleva una bomba, ese anarquista se siente religioso.

Pero esa niebla es la cuna original, el lecho que nos une, la dulce mortaja de un territorio paradójico: cualquier movimiento hacia adelante costará aquí diez veces más que en los países en que nos miramos, y el alza inútil del precio de los cambios produce una galopante inflación del espíritu, que se hace correoso, torpe y tardío.

A estas alturas del siglo ya todos deberían saber que en situaciones de emergencia debe primar el acuerdo, y que es deseable que así sea, y que esto ha de hacerse a tiempo, cuando el acuerdo es posible, y la niebla aún no ha cubierto las caras y los papeles. Pero ahora, el salón se ha llenado del vapor del río, y todos parecen otros, e incluso comienzan a parecer nadie, que es peor.

Fermín Bouza es catedrático de Sociología de la Universidad Complutense.

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