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Tribuna
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Inocentada

Con el paso del tiempo, la costumbre de gastar inocentadas en los periódicos un día concreto del año va perdiendo fuerza. Son ya varios los diarios que han renunciado a este tipo de broma. En España, tales chanzas se gastan el 28 de diciembre (día de los Santos Inocentes); en el Reino Unido, el 1 de abril.EL PAIS nunca ha practicado esta clase de ingenuo engaño, pero sí ha caído incautamente en la trampa puesta por otro colega, reproduciendo como noticia lo que era pura inocentada.

Esto es lo que ha ocurrido el pasado día 2 abril en la sección Revista de Prensa. Bajo el título La nación evanescente se publicaron varios párrafos de un editorial de The Times del día anterior -ojo, 1 de abril-, que comentaba la sensación producida por un informe del mismo periódico sobre la posibilidad de que Bélgica dejara de ser una nación. "Bélgica está, aparentemente, a punto de unirse a alguna de las nuevas agrupaciones del Benelux, con Bruselas como un Washington independiente de la CE, o de dividirse entre Holanda y Francia", decía el diario británico.

"Tan estrafalaria hipótesis", escribe desde la capital belga José Luis Fernández Mira, "y la jocosa distorsión de los argumentos que la sostenían invitaban a descubrir la inocentada". "¡Menudo gol les ha metido The TÍmes!", exclama desde Luxemburgo Andrés Barros Gómez.

¿Cómo fue posible que nadie en la Redacción cayera en la cuenta de que se trataba de una inocentada? El subdirector Miguel Ángel Bastenier se lamenta de la zancadilla sufrida: "Ya podían tener los británicos el detalle de gastar bromas el 28 de diciembre, como se hace al sur de los Pirineos, y no el 1 de abril. Se habría evitado así que el redactor de la Revista de Prensa se encontrara indefenso, con la guardia baja y expuesto a recoger un disparate tan descomunal como el de dar a Bélgica por prácticamente disuelta. Técnicamente, nada habría que oponer a que se recogiese el texto publicado por The Times. Ninguna ley prohíbe gastar bromas el 1 de abril; pero no es ése el estilo de EL PAÍS".

Si se hubiera leído con atención lo que decía el periódico londinense, sin caer aún en la cuenta de la inocentada, a buen seguro que la sección de Internacional se habría movilizado para indagar la noticia, merecedora de un rango superior al rincón de la Revista de Prensa. Y enseguida se habría descubierto que se trataba de una manifiesta cuchufleta, propia del i de abril británico. Parece que no sólo el redactor de la Revista de Prensa tenía aquel día la guardia baja.

Burladeros

Marisol Guisasola contaba en el País Semanal (5 de abril) que el torero Juan Belmonte "era tan débil fisicamente que no podía saltar la barrera. Por él hoy existen los burladeros". Juan Ignacio Funes escribe al Ombudsman: los burladeros existen desde mucho antes. Y se remite a una de las cartas del escritor José Blanco White, datada en Sevilla a finales del siglo XVIII. Textualmente, Blanco White escribe: "Tiene [la plaza de La Maestranza] unos portillos o burladeros por los que se puede entrar de costado y que sirven para que los que están a pie en el ruedo puedan burlar al toro cuando el animal los persigue de cerca".

¿Cuándo, entonces, se implantaron los burladeros? El crítico de EL PAÍS Joaquín Vidal, experto en el arte de la tauromaquia, acude en ayuda del Ombudsman para esclarecer el caso. "Por lo que dicen los textos clásicos consultados y las reglamentaciones taurinas", cuenta, "parece que tienen todos razón: el lector, Marisol Guisasola y Blanco White. Antiguamente, en efecto, había burladeros. Éstos eran de carácter permanente en las plazas donde no existía barrera -es decir, que el ruedo terminaba en el muro donde se asentaba el tendido-, y donde sí había barrera estaban prohibidos". Añade Vidal que únicamente se autorizaban los burladeros en aquellas corridas en que intervenía un diestro que aún estuviera conva leciente de un percance anterior, y era obligatorio que esta novedad figurara en el cartel. José María Cossío, en su obra Los toros, coincide con lo anterior: hubo un tiempo en que sólo se autorizaban los burladeros cuando salía algún diestro con las facultades mermadas.

La afición consideraba demérito y ventaja grave que se colocara el burladero, señalan Cossío y Vidal.

El reglamento taurino de 1917 -ya estaba en la plenitud de su fama Belmonte- seguía prohibiendo la instalación de los burladeros, y hacía las mismas salvedades y condicionamientos antes mencionados, explica Vidal. "El reglamento taurino siguiente -de 1930- ya los autoriza, aunque establece la prohibición de que permanezcan en ellos los lidiadores, pues su única finalidad era que pudiera guarecerse, de forma ocasional, el torero que, perseguido por el toro, corriera el riesgo inminente de percance. Esta innovación reglamentaria fue considerada una hecatombe por los aficionados de la época y signo externo evidente de la decadencia que atravesaba la fiesta".

Dice Vidal que Ángel Carmona, Camisero, en su Lexicología taurina, "ya hacía referencia a la gravedad de la cuestión. Esta obra la publicó en 1930, con Belmonte ya veterano. Y si bien no atribuía expresamente la implantación de los burladeros a la precariedad física del trianero, por tradición oral -medio preferido por los aficionados para transmitirse la sabiduría taurina- nos ha llegado el conocimiento de que en las negociaciones y consultas previas a la elaboración del reglamento de 1930 influyeron decisivamente las limitaciones de Belmonte, su opinión personal y su fama".

Vidal señala que el reglamento de 1962 "no sólo ratifica la autorización de los burladeros, sino que elimina la prohibición de que los toreros permanezcan en ellos, con lo cual no hace sino recoger una vieja costumbre: en cuanto fueron establecidos los buriaderos con carácter permanente, los toreros se situaron en ellos, pues les era más cómodo que estar entre barreras, y no los habría sacado de allí ni la Guardia Civil".

En definitiva, la afirmación de Marisol Guisasola no es desacertada, pues de alguna manera Belmonte influyó para que los burladeros se establecieran con carácter fijo. Con la feria de Sevilla en marcha y en vísperas de la de San Isidro, la aclaración no parace ociosa.

Joaquín Vidal remata su ceñida faena ilustrativa: "Si los aficionados de 1930 -que se rasgaron las vestiduras con lo de los burladeros- llegan a saber lo que en 1992 iba a hacer con la suerte de varas, el toro, la lidia y la fiesta un nuevo reglamento, habrían creído que ésa era la señal de la llegada del fin del niundo". Hoy, a finales del milenio, la afición no es tan apocalíptica.

El teléfono directo del Ombudsman es el 304 28 48.

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