CPC
Estamos en Semana Santa, y los vecinos de mi barrio que vamos a permanecer en Madrid ya nos frotamos las manos de gusto. Restaurantes cerrados -además-, si prospera la huelga de hostelería. Eso quiere decir que aún habrá menos coches de los pocos previstos, ya que, quienes nos quedamos, solemos ser también peatones, al menos en espíritu: gente que utiliza el coche como medio de transporte inevitable, no como vía de escape de la agresividad ni como signo de prepotencia.Tenemos todo un programa de festejos organizado: tertulias hasta el amanecer y una serie de cuchipandas en los domicilios respectivos, punteando la procesión de Jesús el Pobre, que es el Cristo de mi vecindad, un personaje al que hasta una atea convencida como yo le tiene aprecio porque no da guerra y, sobre todo, no conduce: lleva su cruz, como todo el mundo, pero en silencio.
Pasará el Cristo apaciblemente, conducido en andas por sus fieles, a puro pie -llevan semanas ensayando, y eso le da a mi calle un toque del Sur verdaderamente grato-, y los habitantes de los inmuebles cercanos saldremos a los balcones a contemplar una ciudad antigua, vacía, un espejismo de convivencia y tranquilidad que casi hemos olvidado.
Después de las fiestas regresaremos al caos, y el CPC tendrá que ponerse de nuevo en acción. CPC quiere decir Comando de Peatones hasta los Cojones, y se ha formado anónimamente para defender los derechos del viandante: reparte octavillas entre los autos mal aparcados, amenazando a sus conductores con tomar medidas drásticas. Poseen un envidiable sentido del humor y cuentan con mis simpatías.
Estoy pensando en ponerle una vela por ellos, este Viernes Santo, a Jesús el Pobre, Jesús el de la Cruz. A Jesús sin Coche.
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