"...y le partí el palo en la cabeza"
"Se debió de molestar porque paré a dejar un cliente. Primero me pitó, luego me pasó por un lado y me rompió el espejo, y finalmente se bajó, me insultó e intentó sacarme del coche por la ventanilla. En fin, que le rompí el palo que tengo en el taxi en la cabeza, y encima la policía pretendía que le llevara a la casa de socorro". Eso le ocurrió en cierta ocasión de sus nueve años de profesión a María Luisa Jiménez, una de las 600 taxistas madrileñas, que aún tiene el juicio pendiente.Ellas no se sienten más inseguras que los hombres, y, si cabe, le echan más coraje. "Un tipo que iba bien vestido no me quiso pagar y salí tras él hasta que le agarré por el pescuezo. El tío tenía un Mercedes", relata Araceli Alonso, que viaja desde hace seis años en el taxi con un destornillador cómo única protección.
"Me dijo que le llevara al Pozo del Tío Raimundo, y le pregunté si no estaría pensando ir a la Celsa. Así que cuando vi a un policía, paré y le dije: 'Este señor va a comprar droga, pero yo no la necesito'. Y lo bajó del coche", cuenta María Cancho Gómez, otros seis años al volante del taxi que comparte con su marido.
Canchó empezó a conducir para hacer frente a los créditos que pidió el matrimonio para comprar un taxi, la única salida al desempleo. "Al principio fue difícil, porque había pocas mujeres y algún compañero no lo veía bien, pero no estamos marginadas en esta profesión", comenta.
Todas trabajan de día y seleccionan al cliente cuando pueden por el aspecto o por el olfato ("los drogadictos tienen un olor especial", dicen). A pesar de la inseguridad, consideran su profesión dura pero satisfactoria: "Aquí no tienes jefes ni necesitas escalar puestos. Tú eres la que manda en el taxi".
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