Archivos rojos
En principio, todo. recuerda al pasado. El intruso, más que visitante, se ve obligado a esperar de pie entre dos puertas, hasta que la llegada del funcionario responsable le permita franquear la entrada en el edificio de los archivos, anexo al del antiguo Comité Central del PCUS. Sigue una segunda espera, esta vez al otro lado de la puerta, mientras se telefonea por espacio de varios minutos a alguien del archivo, desde un aparato a cuyo lado está encendida una radio, retransmitiendo a toda voz un discurso de Yeltsin. Por fin, el nuevo guía nos conduce hasta una sala de lectura que en tiempos debió de ser salón de baile o de recepción en un palacio zarista, sólo que ahora -todavía- la presiden dos enormes retratos de Marx. y de Lenin. También el retrato de Vladimir Ilich nos recibe en el despacho del jefe administrativo del centro, quien señala las limitaciones todavía vigentes para la consulta. Falta, explica, una legislación que regule la apertura acordada. Por el momento, lo que está abierto, y no es poco, es la sección del Secretariado del Comité Central del PCUS. En lo que concierne a las relaciones exteriores del partido, solamente pueden consultarse los inventarios, a su juicio poco expresivos y, según comprobaríamos pronto al revisar los índices, con una barrera temporal de 10 años. El último disponible corresponde, pues, a 1981.Resultó así ser un espejismo la imagen de unos archivos abiertos hasta 1991. No obstante, un inventario algo dice. Para empezar, la presencia de resúmenes anuales del KGB sobre la Europa occidental remite, sin duda, a la existencia de fondos específicos del organismo policial, conservados en su sede, y que constituirían la clave para el seguimiento de los servicios de información soviéticos bajo Stalin y en el posestalinismo. Por otra parte, los fondos relativos a España se animan tras la reseña condenatoria del PCE a la invasión de Checoslovaquia. El número de legajos por año oscila entre uno y cinco. La atención del PCUS se vuelca aprincipios de los setenta sobre los intentos de crear, frente a Carrillo, un partido fiel, fundamentalmente a través de Líster. Les preocupa también la visita de Carrillo a China en 1972, así como las reacciones hacia el viaje de los comunistas españoles. Pero, una vez desaparecida la esperanza puesta en la escisión, vuelven a primer plano las relaciones entre partidos. El PSOE aparece en escena en 1974, y es entonces también cuando el panorama se ensancha al conjunto de la situación española. Los centros de información son primero las embajadas soviéticas en Europa, y, a partir de 1976 la delegación comercial soviética en España, reemplazada pronto por la propia Embajada en Madrid. Esta se convierte en el eje de las relaciones políticas, apoyada por las de otros países socialistas, en los contactos con políticos de la izquierda española y con los dirigentes de un PCE puesto siempre en tela de juicio, en especial tras la publicación de Eurocomunismo y Estado, en 1977. Da la sensación de que poco a poco, por el tipo de acontecimientos reseñados, el PCUS ha constituido ya su red de información en el interior del hermano menor herético, con especial atención a los movimientos escisionistas. En 1981entra en juego también el tema OTAN. Llegados a este punto, cae la cortina de los 10 años.
Al salir de nuevo a la calle, siguiendo la avenida antes de Dierjinski, hoy de nuevo llamada con el viejo nombre de Lubianka, la historia comienza a verse sustituida por sus huellas. De la estatua del fundador de la policía política comunista queda sólo el pedestal, lo mismo que sucede con la de Kalinin, y con las de los dirigentes históricos del estalinismo. Permanece aún, sin embargo, la de Lenin, junto al metro de Octobriskaia, lo mismo que sucede con el nombre de su avenida, en tanto que la casi totalidad de dirigentes históricos de la ortodoxia comunista han sido borrados del callejero de Moscú. La plaza de la Revolución es hoy la plaza del Teatro. En sus alrededores tiene lugar una parte del inmenso mercadillo en que se ha convertido la ciudad durante los dos últimos meses. La revolución se ha ido; ahora toca el pago de su factura. La mayoría de los sueldos y de las pensiones no dan para comprar los medios necesarios para sobrevivir: una jubilación no alcanza para pagar 10 hamburguesas en McDonalds o un kilo de buena carne en el mercado campesino. Luego hay que salir a la calle a obtener lo que falta y a cambiar lo poco que se tiene. Las avenidas se transforman en interminables regueros de personas de todas las edades que ofrecen una mínima mercancía, dos botellas de champaña ruso aquí, un jersey a continuación, unas barras de labios, unas botellas de cerveza. Es el mejor signo de las extremas dificultades con que tropieza la población, una vez abastecidos los estantes de los comercios pero a precios a todas luces prohibitivos. Lo que resulta claro, asimismo, al lado de esa agónica lucha por la supervivencia, es la voluntad de no regresar a un pasado en el que los rusos ven la causa del hundimiento actual.
Ahora bien, tal negativa no significa otra cosa que un margen temporal de maniobra para el Gobierno de Yeltsin. El malestar avanza, y por causas bien concretas, si bien todo el mundo sabe que no hay alternativas. El éxito logrado con la ayuda de Bush en estos días se lo recuerda, incluso a aquellos como el vicepresidente Rutskoi o el presidente del Parlamento, Ruzlan Jazbulátov, abiertamente críticos ante los gestores de la reforma de liberalización económica. Los comentaristas coinciden en considerar las recientes dimisiones de Gajdar y Búrbulis como una maniobra para mantenerles en el poder, sacándoles de puestos donde pueden ser objeto de críticas demoledoras, dado el alcance de la depresión. La penetración del capital extranjero está ahí, pero quizá atendiendo más a los grandes negocios que pueden hacerse en conexión con el nuevo-viejo poder, a favor de una liquidación por derribo, que para consolidar una estructura industrial sobre la que ahora gravita el fantasma de una subida inexorable de los precios aún controlados del petróleo (hoy, la gasolina cuesta un rublo por litro, 90 céntimos al cambio real, mientras el precio en origen del crudo se dispara). Lógicamente, es el Estado, con sus cuadros formados en el antiguo régimen, el que controla las formas y los contenidos de la privatización: no es difícil suponer el ascenso en flecha de un capitalismo altamente marcado por la corrupción. Pero, aun considerando este hecho como un coste inevitable, la cuestión principal reside en comprobar hasta qué punto la población podrá sufrir el hundimiento de sus condiciones de vida, aguantando el tiempo necesario hasta que tenga lugar la recuperación. El telón de fondo añade pesimismo, con los efectos acumulativos de la desintegración del espacio económico de la antigua URSS, donde cada cual intenta escapar del naufragio cortando amarras con las fuentes de abastecimiento y los mercados del pasado. Es así como Ucrania pone en marcha su nueva moneda y sueña con oleoductos que la liberen del petróleo ruso, trayendo el crudo desde Irán. Otros, como Georgia o Armenia, contemplan impotentes la propia caída al abismo. Por ahora, Yeltsin se muestra capaz de remontar la pendiente política, pero necesita garantizar un mínimo nivel de abastecimiento para que el malestar presente no se transforme en desesperación. Así las cosas, si la hiperinflación puede echarlo todo a rodar, cabe pensar que difícilmente serán las medidas del FMI en los próximos meses las que otorguen al Estado ruso los medios necesarios para responder a las demandas sociales.
Curiosamente, y por desgracia, en esa circunstancia trágica de la crisis poscomunista en Rusia se encuentran envueltos unos cientos de compatriotas nuestros. Tal vez pudiera pensarse desde el actual Gobierno español que no es conveniente emprender una operación de salvamento para repatriar en masa a la emigración forzada de niños españoles enviados a la URSS durante nuestra guerra civil. Otros podrían reivindicar lo mismo. La diferencia es que esos niños no se trasladaron a Rusia por su voluntad; fueron llevados allí con el respaldo de autoridades legítimas de la República y con la esperanza de un pronto regreso. Algo que sólo viene produciéndose con cuentagotas, a pesar de los esfuerzos ejemplares de algunos diplomáticos. Solamente parece existir una solución válida: autoridades españolas les llevaron y el Estado debe traerlos, por un elemental deber de justicia hacia quienes defendieron la legalidad democrática, sus padres y hermanos, y sobre todo hacia quienes mantienen el sentimiento español al cabo de unas trayectorias biográficas presididas por la dureza y la amargura. Es también, en segundo plano, una cuestión de archivos. La Cruz Roja soviética ha desaparecido y en sus locales, con toda la inseguridad del caso, están los 4.000 expedientes de quienes nunca fueron más que refugiados. Valdría la pena, asimismo, emprender las gestiones para recuperar, bajo una u otra fórmula, ese fondo documental.
Dadas las perspectivas para el futuro inmediato, los documentos del Comité Central sobre España pueden esperar, pero lo mismo no es aplicable al problema humano. Entretanto, junto a los muros del Kremlin, y bajo protección policial, se yergue aún el busto de Stalin.
Antonio Elorza es catedrático de Pensamiento Político de la Universidad Complutense de Madrid.
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