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La mirada del porvenir

Un texto me piden sobre la mirada. ¡En mi vida me he visto en tal aprieto! Se supone que yo sé del tema porque me he pasado la mitad de mi vida mirando por el visor de la cámara. Pero esto, que es sólo un oficio, no me da ningún derecho a elaborar metafísicas más allá de mi profesión. No tema el lector, mi tendencia natural va hacia lo concreto. Y, por supuesto, lo visible.Lo primero para mí fue el cine. Pero no es en el cine donde aprendí las mejores lecciones sobre lo que sería la mirada de nuestro tiempo. Son la pintura y la escultura las que me ofrecieron la clave. Piénsese que, cuando Picasso nos da Las demoiselles d'Avignon, el cine está en pañales; que cuando Murnae traza la estética de luces y sombras (light und schatte) del cine alemán y luego del americano, ya la pintura y el teatro expresionistas la habían llevado a su cima. Además, el cine tenía la desventaja de la ausencia del color.

A partir de ese momento, por un periodo de dos o tres décadas, el nuevo invento que es el séptimo arte parece dominar las viejas artes. ¿O es sólo coincidencia el gusto tan pronunciado de los artesanos del art déco, entre 1920 y 1940, por paravanes, lámparas, telas y toda suerte de objetos ejecutados en blanco y negro? Con todo, el blanco y negro del cine de entonces no se impuso de manera permanente entre el gran público. Desde las primeras experiencias del color, el público mostró sus preferencias, y hoy día es casi imposible hacer una película en blanco y negro sin exponerse a un fracaso en la taquilla.

Después de todo, es lo normal. Una mirada con ojo de daltónico no es más que una aberración que se aceptó, probablemente, en un momento porque no había otra cosa, porque la tecnología fotográfica no había alcanzado su madurez. Los que vivimos en aquella época recordamos con nostalgia la elegante estética de una mirada en blanco y negro sobre la vida, aunque acabáramos rindiéndonos al color. El gran cambio con respecto al siglo XIX ocurrió muy al principio del XX, aunque la nueva manera de mirar no se impusiera entre las masas hasta la década de los veinte, cuando los artesanos más que los artistas difundieron a través de los objetos fabricados en serie, a través de la decoración, la moda y, por supuesto, del cine, los trouvailles de los cubistas, de los surrealistas o los constructivistas. Todavía en esto se está, de esto se vive.

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Los que trabajamos en las artes plásticas (y el cine, si quieren ustedes, lo es) tenemos que referirnos a aquellos grandes creadores de principios de siglo que nos enseñaron a mirar de otra manera. Cuando Duchamp se apropió de la escurridera de botellas de un bar y la presentó como obra suya en un salón de exposiciones, muchos se indignaron. No se daban cuenta de que no se trataba de un acto de simple insolencia y que Duchamp realmente lo que había hecho era enseñamos a mirar. Un objetivo utilitario, ni siquiera ejecutado por él, adquiría un valor gracias a la mirada con que nos obsequió. Desde entonces, cualquiera de nosotros puede transfigurar los objetos anodinos que nos rodean gracias al poder del ojo.

No encuentro en la segunda mitad de este siglo ningún movimiento en las artes que haya modificado nuestra mirada con tanta violencia como aquellos de las primeras décadas prodigiosas. Tardíos innovadores como Warhol con sus sopas Campbell no han hecho más que repetir de cierta manera aquellos objets trouvés de Duchamp. En el cine también se impone, consciente o inconscientemente, esta nueva mirada. Hitchcock, por ejemplo, hace de una trivial cabina telefónica un lugar visualmente privilegiado para que su heroína se pueda guarecer de los terroríficos ataques de los pájaros en la escena más brillante del filme del mismo nombre, o transfigura una anodina ducha con su cortina plástica en el paroxismo de su mirada cinematográfica.

Tal vez sea Tápies el único que haya ampliado el horizonte de nuestra mirada en lo que queda de siglo. Tápies añade a las experiencias de los pioneros las texturas de las superficies. Así sus telas a veces son casi bajorrelieves que admiten la colaboración de la luz artificial para su realce (efecto-cine). Sus cuadros raspados, arañados, nos enseñan no sólo a tolerar, sino hasta admirar, gracias al nuevo ojo de Tápies, la abigarrada realidad actual.

¿Podría uno caminar impunemente por las inarmónicas calles de Nueva York y entrar en un sórdido subway sin la ayuda que la nueva mirada de Tápies nos ha proporcionado? Sin saberlo, los vándalos que han dañado y cubierto las paredes de graffitis nos dan a veces motivo de regocijo estético y de permanente descubrimiento.

¿Cuál será la mirada en el siglo XXI? Se tiene la impresión de que hemos llegado al final, que todo ha sido dicho y visto. Con el fin de las utopías, ya no sabemos qué nueva mirada adquirirá el hombre. Los romanos, después de los manierismos del helenismo, también creían que había llegado el final del arte, y su mirada afectó un pasajero regreso del realismo de los bustos de patricios a la escultura olímpica falsamente arcaica, un poco en paralelo con la moda retro de este siglo. Señal de que era ya una civilización que, como la nuestra, se mordía la cola y lanzaba su mirada hacia atrás. Sin embargo, cayó el Imperio Romano y el arte no se acabó. Innumerables y originales nuevas maneras de mirar surgieron hasta nuestros días.

Néstor Almendros director de fotografía fallecido el pasado 4 de marzo, escribió este artículo para el suplemento Leonardo, que EL PAÍS publicará el próximo fin de semana conjuntamente con The Independent, La Repubblica y Le Monde.

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