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Tribuna
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Se acabó el simulacro

El protagonismo del desnudo, parcial o total, ha Invadido las playas, la publicidad, el cine, la prensa, la fotografía, la ex pudibunda televisión y hasta las computadoras. Hay, sin embargo, otros desnudamientos que, más que con el cuerpo humano, tienen relación con el cuerpo social. Es obvio que en los últimos años, el socialismo real quedó al desnudo. Sin embargo, pese a que aún se mantienen los quepis, sotanas y levitas del capitalismo real, lo cierto es que también éste va quedando en cueros.Hasta la crisis de los países del Este, y aun bastante después, el capitalismo no descuidaba su capacidad de seducción y organizaba cuidadosamente sus simulacros. Verbigracia, desde Estados Unidos, o sea, desde el sustrato de la discriminación racial, se clamaba increíblemente por los derechos humanos (en otras regiones del mundo, por supuesto); desde su supermarket de condenados a muerte (en julio de 1991 había 2.400, sólo en Estados Unidos), exigía clemencia para algunos reos del exterior, seleccionados con criterio político antes que humanitario. Pero Estados Unidos no tiene la exclusividad del simulacro. Desde el Vaticano, por ejemplo, donde está prohibido que sus trabajadores se sindicalicen, el papa Wojtila se jugó entero, en su momento, por la legalización del sindicato de Lech Walesa. Después de todo, la infalibilidad tiene sus falibilidades.

Por otra parte, desde las cúpulas del narcotráfico, eran (y probablemente siguen siendo) financiadas algunas deslumbrantes campañas de pudorosos candidatos. Y más aún: desde la vacua retórica de concordia mundial, el Primer Mundo cerraba sus puertas, ventanas y postigos en las oscuras narices del Tercer Mundo.

Eso hasta allí. Pero desde que el Este se mudó al Oeste, y aun cuando el Sur sigue siendo Sur, los capitalismos (tanto el salvaje como el refinado) se sienten tan seguros, incólumes y soberbios que ya no invierten dinero en simulacros y se, han ido despojando de sus costosos atavíos y máscaras. Ahora, al Fondo Monetario Internacional ya virtualmente no le importan las célebres cartas de intención firmadas por varias promociones de gobernantes transigentes y más o menos serviles. Si quieren firmarlas, pues que las firmen; si no quieren, peor para ellos. ¿Ellos seremos nosotros? Lo normal es que el correspondiente ministro de Economía, con su más carismática expresión de mala sombra, mal agüero y malas pulgas (males completos, en fin.), nos anuncie, en apretada síntesis, su evangelio de desgracias inminentes.

Desnudo integral, pues, sin hoja de parra, ni siquiera de trébol. En consecuencia, estamos autorizados para denunciar a grito pelado las seis o siete ejecuciones consumadas en Cuba (aclaro que no las justifico, ya que antes y ahora he sido contrario a la pena de muerte), pero no vayamos a mencionar, Alá nos libre, a los 757 ejecutados en Irán (¿acaso no es el tradicional enemigo de Sadam Husein, ese maldito?) ni a las decenas de ahorcados en Arabia Saudí por los delitos de robo y / o adulterio. Y si de países comunistas se trata, tampoco denunciemos las 730 ejecuciones llevadas a cabo en China (todas estas cifras pertenecen a 1990), no sea que los chinitos se enojen y el capitalismo occidental deba descartar un mercado de 1.000 millones de potenciales consumidores de chicles, cocacolas y ainda mais. Si se observa cuán bien dispuestas al perdón y el marketing se muestran las potencias occidentales frente a las violaciones chinas de los derechos humanos, uno se pregunta si el delito de Cuba será su tozudo marxismo-leninismo o más bien sus escasos diez millones de eventuales consumidores.

Hace pocos días, el conocido economista norteamericano John Kenneth Galbraith declaraba en España que "desgraciadamente, la corrupción es inherente al sistema capitalista, por que la gente confunde la ética del mercado con la ética propia mente dicha, y el afán de enriquecimiento va unido al capita lismo. Es una de las fallas más graves del sistema". Y esto no lo dice Fidel Castro, sino John Kenneth Galbraith. La corrupción se ha convertido en noticia diaria, y aunque a menudo paguen justos por pecadores, el ciudadano de a pie tiene la impresión de que se trata de un nuevo estilo de la política mundial.

La tragedia del anticomunismo (primo hermano del capitalismo) es que se ha quedado huérfano. Huérfano de comunismo. Es como si al cardenal Ratzinger lo dejaran sin Satanás. Así, sin tangible enemigo a la vista, es difícil simular una ética desde la injusticia, desde la explotación, desde el abuso; tres gracias que hallaban su justificación cuando eran convocadas para erradicar el mal, que, por supuesto, venía de Moscú. Hasta no hace mucho se limitaban a lavarnos el cerebro; ahora, sin que hayan clausurado esa lavandería, han ampliado el negocio para llevar a cabo una tarea adicional que Osvaldo Bayer ha llamado con acierto "el práctico oficio de lavar la conciencia".

La conciencia, "esa propiedad del espíritu humano de reconocerse en sus atributos esenciales", es ahora el territorio a someter, a invadir, a conquistar. La conciencia viene a ser el Irak del 92. De ahí la educación para el olvido; de ahí el incesante bombardeo del ruido y de la imagen; de ahí la amputación del ocio reflexivo y creador. Trabajar incansablemente ininterrumpidamente (los japoneses son especialistas en la organización del agobio), a fin de que no quede espacio para el raciocinio, para la duda, para el goce del sentimiento, para el adiestramiento de la sensibilidad, para la profundización de la cultura y también, por qué no, para la expansión lúdica.

Los posmodernistas de segunda mano, que creen, o simulan creer, que la asunción del presente se arregla con negar el pasado y no prever el futuro, deberían leer de vez en cuando a ciertos patriarcas del posmodernismo, digamos Baudrillard y Lyotard. Dice el primero que el objetivo de la información "es el consenso, mediante encefalograma plano. Someter a todo el mundo a la recepción incondicional del simulacro retransmitido por las ondas ( ... ). Lo que resulta de ello es una atmósfera irrespirable de decepción y de estupidez". Y dice el segundo: "La clase dirigente es y será cada vez más la de los decididores".

O sea, que el lavado de conciencias tiende progresivamente

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Mario Benedetti es escritor uruguayo.

Se acabó el simulacro

Viene de la página anteriora quitarnos participación, a que nos conformemos con la "recepción del simulacro", a dejar nuestras vidas y nuestras muertes cada vez más en manos de los decididores; clase la de éstos por encima de las clases, e incluso de los Estados-naciones y los partidos. Franja sin mayor publicidad y casi anónima, programará a sus autómatas (los de acero inoxidable y los de carne y hueso) y será manejada por individuos, representativos de intereses inapelables, pero no precisamente de los pueblos a programar. La casi clandestina, pero omnipotente, Comisión Trilateral, que, al menos en sus comienzos, no estuvo integrada por gobernantes en ejercicio, sino por futuros hombres de gobierno, fue probablemente el primer borrador de ese clan de decididores.

En los próximos años, a escala nacional e internacional, será, en consecuencia, importante, y hasta decisivo para el futuro de la humanidad, que los pueblos (o la porción más alertada de los mismos) se resistan a ese lavado de conciencia, que también incluye el estrago de la memoria, tanto individual como colectiva. Habrá entonces que volver a los valores éticos, esos que están en la raíz profunda de la conducta humana. Lilian Hellman, después de sus batallas contra las huestes del senador McCarthy, al confesarse desilusionada del liberalismo, expresó: "Creo que lo he sustituido por algo muy privado, algo que suelo llamar, a falta de un término más preciso, decencia".

Y es posible que tuviera razón; en un momento en que todas las ideologías (no sólo el marxismo) están en cuarentena, tal vez sea preciso aferrarse a conceptos más primarios, que sirvan como común denominador y no como factores de caos y dispersión. Opinan ciertos apresurados exquisitos que las grandes utopías ya no tienen vigencia. Ah, pero ¿y las pequeñas utopías? Aunque todavía suene extraño, lo cierto es que la simple, modesta decencia ha pasado a convertirse en utopía. Sólo falta hacerla crecer, arrimarle verosimilitud, implantarla en la conciencia social y no dejar que la envíen, para su lavado y planchado, a la tintorería ideológica.

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