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El fantasma del envejecimiento demográfico

De un tiempo a esta parte proliferan en la prensa escrita alarmantes artículos sobre el fenómeno del envejecimiento de la población, artículos que más parecen toques a rebato que llamadas de atención. Ciertamente, los nacimientos disminuyen y aumentan los supervivientes y su edad media, consecuencia ineluctable de una de las más claras conquistas del progreso: la prolongación de la vida humana. Es natural, pues, que este tema sea objeto de debate en los medios de comunicación, pero se presenta a menudo con tales tintes catastróficos que, consciente o inconscientemente, se está ayudando a llevar el agua al molino de muchos apóstoles de la procreación sin tasa.Como en estos tiempos parece que la justicia divina persigue preferentemente a los que fornican por placer y no por seguir el mandato bíblico de "creced y multiplicaos", también se nos amenaza con el fantasma del creciente peso económico que el mantenimiento de los jubilados hace gravitar sobre las clases productivas. Sin duda, al estimar que la persuasión religiosa, en el tema del control de natalidad, produce cada vez menos efecto, incluso entre la grey católica, los nuevos natalistas tocan el punto sensible del conservadurismo: el dinero. En esta sociedad, adjetivada de forma antropomórfica como vieja, los que trabajan tendrán que pagar más impuestos y cotizar más a la Seguridad Social para financiar la existencia de los jubilados, cada vez más reacios a morirse.

Esta nueva campaña fue encabezada hace unos años por el escritor francés Pierre Chaunu con sus libros El rechazo de la vida y Un futuro sin porvenir. Curiosamente, y a pesar de que era fácil detectar el conservadurismo de tales obras, fueron profusamente comentadas en nuestro país desde los periódicos -algunos tan progresistas como el semanario La Calle- hasta las tribunas eclesiásticas. Dice Pierre Chaunu que el mundo occidental, "que es la cuarta parte más inteligente del planeta", está a punto de perecer por un "suicidio dernográfico". Los orgullosos blancos, que por cierto siempre se preocuparon más de esquilmar a los antes colonizables y hoy inmigrantes que de darles los medios de cultivar su inteligencia, temen ser sumergidos por la marea de razas inferiores y de ser víctimas del sutil veneno del mestizaje.

Pierre Chaunu, pues, nos pone ante los ojos su particular apocalipsis demográfico pensando, sin duda, que hoy todos los ciudadanos son especialmente sensibles a los profetas de la catástrofe. Y hace responsable del suicidio de la raza blanca a los abortistas y a los neomalthusianos, a los agnósticos y a la contracultura, a la ola de erotismo y al hedonismo de la nueva sociedad. Y como a grandes males, grandes remedios, para los ciudadanos que no son proclives al deber cívico de la procreación acelerada recomienda la coerción y el castigo. Fuera los centros de planificación familiar, absoluta prohibición del aborto, proscripción de la venta y de la publicidad de medios anticonceptivos y censura generalizada del erotismo, en realidad programa consustancial con todas las dictaduras de derecha que en el mundo han sido, desde Franco a Pétain, desde Videla al nuevo caudillo galo Jean-Marie Le Pen.

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Pero las características comunes a todas estas Casandras es la omisión de los datos que pueden interferir a sus predicciones catastróficas y el sacar conclusiones demográficas con cálculos incompletos o erróneos. En primer lugar, esa asfixia económica que representaría para la sociedad envejecida el soportar una Seguridad Social de costes cada vez más elevados parte de unas premisas económicas interpretadas con ligereza o con parcialidad interesada. Este coste creciente no gravita sobre las cápitas de los ciudadanos, sino sobre sus carteras. Si bien el número de cotizantes puede disminuir proporcionalmente al de beneficiarios, sus rentas aumentan a un ritmo netamente superior. Piénsese que si en 1968 el producto interior bruto de España fue de 1.674.290 millones de pesetas, en 1987 -20 años después, menos de una generación- era de 35.574.000 millones.

Si en 1900 cada 100 ciudadanos soportaban el coste económico de 6,53 jubilados, que en 1985 sean algo más de 13 no. es como para rasgarse las vestiduras, sobre todo si se tiene en cuenta, como hemos dicho anteriormente, que la capacidad contributiva de los productores de 1985 es 20 veces superior a la de los trabajadores de 1968. Y, además, los países no son compartimentos estancos, y todos los de baja natalidad han aceptado gustosamente la ayuda laboral de árabes, filipinos, portugueses, turcos, africanos o hindúes, que dejan en las naciones ricas su sudor y su sangre, que cotizan en Seguridad Social y que disfrutan de muchos menos derechos.

Tengamos también en cuenta, con vistas a un futuro en el cual el paro no sea un hecho distorsionador, que el porcentaje de nuestra población activa, casi estabilizado a lo largo del presente siglo, es bastante inferior al de los países de la CE, en la que casi todos se acercan al 50%, cuando no lo sobrepasan. Mientras haya paro, inútil es engendrar niños de refuerzo, pero si el desempleo desciende a cifras discretas y entran en el mercado laboral todas las personas aptas para convertirse en activas de las que disponemos -un 35,82% contra un 45% en la CE-, no hará falta procrear a marchas forzadas futuros trabajadores, pues no menos de tres millones de potenciales empleados reforzarán los medios económicos para financiar las jubilaciones.

Querer resucitar ahora el baby boom de los cincuenta y los sesenta es desconocer en absoluto los peligros de la super población, que éstos sí que son reales y que representan un suicidio demográfico. Para mantener nuevos seres, improductivos forzosamente al menos durante 20 años, mantengamos a los viejos sin más elucubraciones. No cuesta más caro. Bien es verdad que los promotores de la procreación intensiva tienen sus recetas para contener el exceso de seres humanos. Es la que exponía el recientemente fallecido doctor López Ibor, que "no podía, como católico, recomendar el control de natalidad, pero que la naturaleza tenía procesos autorreguladores de la población como son las enfermedades y las guerras" (EL PAÍS, 23 de abril de 1991). Son los famogos medios naturales, carácter que, por cierto, no se le reconoce a la píldora.

Y hay un último argumento extrañamente omitido por todos los detractores de la sociedad envejecida. No hay que ser ningún técnico en dernografia para darse cuenta de que el número de nacidos hoy determina el número de los viejos de mañana. Actualmente, las clases pasivas están constituidas por el gran número de supervivientes de épocas de altísima natalidad, desfase que será muy gravoso durante un cierto tiempo, pero a la larga, de continuar los nacimientos en las bajas tasas actuales, también en el futuro será menor el número de jubilados.

Es un extraño fenómeno, pues, que los medios informativos, incluso los progresistas, tiendan a presentar como una catástrofe irremediable y definitiva lo que en realidad es sólo un balance demográfico distinto y temporal.

Ricardo Lezcano es inspector financiero y tributario.

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