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El dulce hogar

Manuel Rivas

Uno de los presuntos implicados en la red de fraude del IVA descubierta a finales del pasado año, enredado también en el caso Renfe, detenido en Londres, extraditado a España, tenía, según se informa, un lujoso piso en la capital británica, una villa de veraneo en Biarritz, una casa de campo en Segovia, una residencia en el madrileño barrio de Salamanca... Y también una chabola en Bilbao.Enumero las diferentes viviendas de este aristócrata y empresario metido en harina no por hacer leña del árbol caído, ni espoleado por el insano y nacional pecado de la envidia hacia tan amplio patrimonio, ni mucho menos resentido por su aparente don de ubicuidad. Muéveme, bien al contrario, un humanitario sentimiento de solidaridad, sobre todo en estas horas difíciles, que a nadie se le desean, en que su hábitat, de natural espacioso, vese reducido a las estrecheces del calabozo, trullo, chirona o celda.

Los que no tienen una vivienda digna, un techo seguro, lo pasan mal. La voz estadística suele reflejar las tribulaciones de populares clanes hacinados y de los pichones que buscan casa propia, pues el casado casa quiere, y el gorrión, espigón. Pero ¿qué me dicen ustedes de los que tienen que atender cinco, seis o hasta una docena de casas desperdigadas por la gran aldea del mundo? ¿No es para sentir misericordia? ¿No dan ganas de echarles una mano, de ofrecerse en fraternal mayordomía?

Servidor vive en casa pequeña, y aun así tiene serios problemas con la intendencia. Pierdo calcetines, no encuentro cuando es menester la libreta de ahorros, no me quiero ni imaginar dónde diablos metí los calzones de pressing catch que me regalaron por Reyes, la cisterna canta como el eje del carro de Atahualpa Yupanqui, y soy propietario de una persistente gotera que, con el paso del tiempo, ha ido dibujando en el techo los contornos geográficos de un reino crepuscular que, en raptos de ensoñación, imagino poblado de renos de la tundra siberiana o de esas maravillosas vacas peludas escocesas, las highland-cattle. ¿Cómo no compadecerse de este señor, qué importa el nombre, con su jurisdicción sobre al menos media docena de casas? A gotera por vivienda, no da tiempo a reinventar paisajes ni a imaginarse que aquella mancha de humedad del techo londinense era en realidad una versión del óleo Rain, steam and speed, pintado en 1844 por J. M. V. Turner. ¡No me extraña que se le traspapelaran las facturas!

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En vez de signo de riqueza, esto de tener tantas casas y propiedades es una desgracia como otra cualquiera. Debes pagar seis veces a la compañía eléctrica, a la compañía telefónica, a la compañía de aguas... Y a seis comunidades de vecinos. Es una forma demasiado costosa de sentirse cosmopolita. Hay vagabundos de soportal y flautistas de convoy subterráneo que lo son sin un duro y sin correr el peligro de que se les atasquen simultáneamente varias docenas de inodoros en diversas partes del planeta. Sin embargo, ¿qué me dicen de este mister Ivan't? Puede darse la circunstancia de que tenga un problema de fontanería en la casa de campo de Segovia al tiempo que una caída de tejas en el chalé de Biarritz y que todo esto tenga que solucionarlo desde la casa del madrileño barrio de Salamanca.

-¿Con quién hablabas, con le trésorier de París?

-¡Qué va! Con el tuilier de Biarritz.

Puede suceder también que unas zapatillas muy zalameras de piel de leoparda estén en Madrid justo cuando lo que te apetecía era ponértelas en Londres. Es un problema difícil de resolver, por lo menos hasta que no se invente el fax de la zapatilla. Además, te pasas el día comparando. Lo que tienes de bonito en un lado afea las cosas de que eres dueño en otra parte. Y no hablemos de la paranoia del clima. Vas a Biarritz buscando la primavera prematura y te encuentras con un otoño tardío. Corres entonces a la casa de campo de Segovia en pos de un invierno fetén y lo que cae no es nieve, sino un sol cruel por las rendijas del ozono. Es posible que, en el fondo, nuestro hombre arrastrara su saudade, esa nostalgia de futuro, y dejase atrás, de avión en avión, una estela de facturas perdidas.

Sin descubrir casi nada nuevo, cada día se habla y se teoriza más sobre esa relación conflictiva entre el localismo y el universalismo, la nación y lo planetario, el sentido de ciudadanía y de pertenencia. Por mi parte, creo que no es mal proyecto conciliar el sentimiento romántico de vínculo con la madre tierra y la conciencia civilizatoria y universalista que pergeñó la ilustración. Pero todo esto no deja de ser un puente de nubes entre dos invenciones culturales. A la hora de la verdad, funcionan otros vínculos mucho más reales, tanto horizontales como verticales. Pero, con todo el alma, pertenecer, lo que se dice pertenecer, a lo que uno pertenece, sin duda, es a su casa.

Nada hay tan parecido al primitivo de que nos habla Fustel de Coulanges en La ciudad antigua como el ser humano que habita una gran metrópoli en las vísperas del siglo XXI después de Cristo y I después de Superman. Si a algo pertenece ciertamente es a su casa, a su hogar. Por eso, todas las canciones de hotel, desde Elvis Presley o Leonard Cohen, son baladas melancólicas. Pongamos a Van Morrison: "¿No vas a quedarte una temporada con los tuyos? Nunca te alejes de los tuyos. Este viejo mundo es tan frío que no le da ninguna importancia al alma que tú compartes con los tuyos". O allí donde canta: "Escucha, Jimmy, quiero irme a casa".

Puede vivirse en muchos sitios, pero una casa es una casa. Las cuatro paredes de adobe de la casa portuguesa de Amalia Rodrigues, las cuatro latas de una favela carioca, los cuatro muros palaciegos de esas casas que se cotizan en las revistas del corazón por número de baños y toilettes... Entre esas cuatro láminas, asediado e impotente ante las plagas que antes eran de saltamontes y ahora son de CO2 y de CFC, sin poder respirar a pleno pulmón y amenazado por un sol cancerígeno, el contemporáneo vuelve sus ojos al más viejo y seguro de los altares, al fuego del llar, al focus, al hogar. "Hogar, haznos siempre florecientes, siempre felices; tú que eres eterno, hermoso y siempre joven; tú que alimentas, tú que eres rico, recibe de buena voluntad nuestras ofrendas y danos en cambio la felicidad y la salud que son tan dulces", decía uno de los himnos órficos.

El fuego del hogar de que nos habla Fustel de Coulanges nunca se debía apagar. La muerte de esa llama significaba la muerte de la estirpe. Ante ella, ante la gran Vesta, se comía y bebía, no sin antes ofrecer al fuego la primera prueba del vino y los manjares. En La Eneida, Héctor dice a Eneas que va a entregarle los penates troyanos y lo que le entrega es el fuego del hogar. ¿Qué le entregaría hoy? De seguro, un divino altar televisivo. Las ascuas vuelven a brillar y sólo se apagan cuando la casa perece. Allí está el calor, el lugar de la libación, el hogar contemporáneo. Y si cada árbol tiene en llama su matiz, sea aliso, abedul, pino, castaño o roble, ¿qué otra cosa no es el dichoso zapping sino cambio de leño? De tal manera es así que bien podemos decir ahora "voy a zapear en el hogar" allí donde decíamos "atizar". Que algunos prefieran la noble llama blanca del abedul al mediocre menú televisivo no cambia las cosas. Siempre habrá antiguos.

Vuelve el ser humano al hogar y a la hoguera catódica. Quizá era lo que echaba de menos el hombre de las seis casas en su atolondrada carrera: un verdadero hogar. ¿Quién sabe si ahora lo ha encontrado?

Manuel Rivas es escritor y periodista.

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