Violencia
El otro día pasé por delante de un televisor encendido y creí que la sangre que salpicaba la pantalla era pura anilina, y el muerto que trasladaban con el cráneo deshecho, un actor secundario excesivamente maquillado. Pero no. Era un cadáver de verdad, y no era una película, sino un informativo. Y, sin embargo, yo había contemplado la escena con la impavidez de quien ve un filme de gánsteres. Es tan vertiginosa la pequeña pantalla que en ocasiones no sabemos cuándo los muertos son de mentirijillas y cuándo son carne doliente y torturada. Estremece imaginar el efecto que ese aturullamiento de imágenes puede producir en los niños pequeños.Antes de cumplir 16 años, los niños norteamericanos ven en la tele y en el cine unos 8.000 asesinatos y otros 100.000 actos violentos. Y al parecer aún no se sabe qué tipo de adulto emergerá de una infancia como ésa. Porque además es una violencia estupendamente simulada, más real que el sufrimiento real. Y de un sadismo y una brutalidad aterradores. El otro día, en Antena 3, el malo de una película mataba clavando largos pinchos en los ojos de sus víctimas mientras éstas soltaban tremendos aullidos de dolor y estertores agónicos. Tras semejante apoteosis de barbarie, los cadáveres de kurdos que salen en el telediario, tan quietos y callados, tan dóciles y grises en la tristura de su muerte auténtica, casi suponen un alivio.
Sé que lo de la violencia en televisión es un tópico viejo. Pero me parece que no podemos continuar en este regodeo de sadismo en el que todo resulta indistinguible. La salsa de tomate se confunde con la sangre real y la vida se vacía de contenido. Y así uno puede matar a los mendigos a palos por 20.000 pesetas, o usar la imagen de un agonizante de sida para anunciar una estúpida marca de ropa. Ya no hay ni muerte ni dolor, sino sólo apariencia.
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