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Tribuna:
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El gran miedo

El miedo se adueña de la antigua URSS. Todos hablan de explosión social, dictadura, golpe de Estado y otras calamidades. Es el producto de una crisis que se agrava desde hace meses y que, después de la subida de los precios del 2 de enero, ha adquirido proporciones catastróficas.Esto es lo que piensa un joven ingeniero de Briansk (300 kilómetros al sur de Moscú), un tipo alto, simpático y franco, de paso por París. Tiene 32 años. Cuenta que por primera vez la pasada Nochevieja todos los invitados tuvieron que traerse su propia cena, y modestísima. Los niños ya no pueden jugar en los patios: se ha convertido en algo opástno, peligroso. Y por lo que se refiere a esquiar en el Cáucaso, ni pensarlo: es opástno, aunque el monte Elbrus se encuentre a 100 leguas del conflicto de la república chechena con Rusia. Un grupo de amigos suyos, que fueron de excursión a la cercanísima Ucrania, no pudieron comprar ni siquiera galletas: no tenían cupones y los tenderos no quisieron aceptar sus rublos, a pesar de los ruegos. "No sienten ninguna simpatía hacia nosotros", dice el joven, resignado al divorcio con los ucranios. Sin embargo, sabe que su fábrica trabaja con materias primas importadas de Ucrania y que romper las relaciones sería peligroso: de nuevo opástno. El comité de empresa de la fábrica se ha convertido en comité de huelga, dispuesto a parar el trabajo en cada momento. Son 25.000 los que fabrican vagones frigoríficos con equipos antediluvianos, habría que realizar una gran inversión para modernizar la producción, y ni el Gobierno ruso ni el regional están dispuestos a hacerlo. La corrupción se ha generalizado, la había también antes, pero en las esferas del partido y de la dirección. Ahora están todos obligados a dar y a recibir propinas, y nadie subsiste con la paga. ¿No es peligroso? "No", me contesta, "las fuerzas del orden ya no funcionan". Para compensar, un miedo ha sustituido a otro: se es libre de decir o de hacer lo que se quiera, pero el futuro se revela negro. Mañana habrá que pagar el colegio de los niños, al médico, todo. Mejor partir para otros cielos en cuanto se pueda, si no es demasiado peligroso, opástno.

Incluso los rusos que están en la otra punta de la escala social usan la misma palabra. La delegación de Grigori Yavlinski ha estado en París camino de Davos, del reservadísimo Foro Económico Mundial. A orillas del Sena, Grigori Yavlinski, Gavriil Popov y otros son más accesibles que en Moscú, y sobre todo tienen más tiempo. Hablamos largo y tendido de la situación; no es una entrevista y, por tanto, no les citaré entre comillas. Tienen todos una experiencia en común: han trabajado con dos presidentes, Gorbachov y Yeltsin, pasando algunas veces la mitad de la jornada con uno y la otra mitad con otro. No les recuerdan con excesiva admiración, y en general achacan a los dos la magnitud de la crisis actual. Cuando hablan de Gorbachov, intelectualmente muy superior a su rival, hablan repetidamente de su "error de fondo". En abril de 1991, y después en julio, cuando los conservadores del comité central pedían su dimisión, tendría que habérseles adelantado y haber provocado una escisión en el PCUS, fundar un partido propio capaz de defender realmente una opción socialista. No lo hizo y después del golpe de agosto ha debido disolver al comprometido PCUS y se ha quedado sin ninguna fuerza en la que apoyarse para sostener el mantenimiento de una URSS renovada.

Ha vencido, por tanto, Borís Yeltsin, que hoy ocupa los dos despachos que eran los de Gorbachov, el del presidente de la república en el Kremlin y el del secretario general en Staraja Plotchad, ex sede del comité central, en el que se ha instalado el Gobierno ruso. Así saborea más su triunfo y se siente como su ilustre predecesor. Lo dicen con ironía, pero también con indulgencia: después de todo es comprensible que uno sucumba a la fascinación del poder. Curiosamente, la indulgencia, algunas veces incluso la condescendencia, acompaña la relación de los cambios repentinos de Yeltsin, que cambia de parecer de un día para otro. ¿No hizo la campaña presidencial de mayo-junio de 1991 comprometiéndose a llevar a cabo la reforma económica sin aumentar los precios, y después ha inaugurado la reforma en enero de 1992 con la subida de precios más fuerte que el país haya sufrido nunca? ¿No había jurado que mantendría la Unión Soviética y no ha sido el primero que la ha sepultado? En los asuntos corrientes, sus cambios son incluso más frecuentes. Al mismo tiempo, la culpa de casi todo sería de Búrbulis y de los pésimos consejeros llegados de Sverdlovsk: usan a Yeltsin como un ariete para derribar las puertas del poder, destruyendo a su paso lo que queda del Estado y de las estructuras productivas. En resumen, si el ambicioso Yeltsin no estuviera rodeado de gente mucho más ambiciosa que él, sus elecciones serían más lineales, más serias, menos traumáticas.

Pero nada indica que el presidente se vaya a alejar de ese círculo tan abominable. ¿Por dónde empezar para remediar la situación, pregunto, para que las personas como mi joven ingeniero de Briansk no se sientan expuestas a mil problemas, inermes? Las respuestas son siempre las mismas: en primer lugar es necesario volver al tratado sobre el espacio económico común para dar un mínimo de racionalidad al desarrollo de todo el país. Los argumentos a favor del tratado, Firmado prácticamente por todas las repúblicas, son convincentes, pero, por desgracia, están superados por los acontecimientos. Es obvio que un país con una única moneda no puede tener 15 presupuestos independientes o sin coordinación sin correr el riesgo del caos; y, sin embargo, se está ya en ese punto, en el que las nuevas monedas empiezan a surgir, como los cupones en Ucrania. El proceso de resquebrajamiento de la antigua URSS no cesa. Se corre el riesgo de que dentro de algunos años las repúblicas sean una treintena, cada una con su presidente, su moneda y quizá su Ejército, si pueden permitirse el lujo de pagarlo. Y no se ve ningún esfuerzo de reconstruir la Unión de alguna forma. Se puede pensar que, cuando cada una de las repúblicas se convenza de que el separatismo es la ruina, volverá a surgir un movimiento a favor del tratado sobre el espacio económico común, y habrá una inversión de tendencia. Pero por ahora hay que ser muy optimistas para creer en el triunfo, quizá tardío, de la razón.

Volvamos al presente: ¿dónde están las fuerzas capaces de imponer alguna medida razonable antes de que suceda lo peor? Tomemos como ejemplo la fábrica de vagones frigoríficos de Briansk. Necesita fondos que ya no conseguirá de ninguna institución estatal, pero que puede encontrar en uno de los casi mil bancos comerciales nacidos en los últimos dos o tres años. En realidad, la mayor parte de estos bancos son holdings financieros creados por las grandes industrias para las propias necesidades y para redondear los beneficios con ventajosas operaciones de exportación e importación. Ellos tienen la posibilidad de financiar las inversiones en Briansk o en cualquier otra parte, pero no están interesados en los intereses pagados en rublos; ¿quién puede decir cuál será el valor del rublo en un país en el que en un mes la inflación ha llegado al 350%? La fábrica obtendrá créditos sólo si empeña sus vagones en la Bolsa de los productos industriales, es decir, si los vende en una especie de opción al mejor comprador, comprometiéndose a suministrarlos en una determinada fecha. Tiene, por tanto, que encontrar un broker autorizado a realizar la operación con una comisión del 2%, lo que, como se trata de sumas considerables, representa decenas de millones de rublos, lo que a su vez explica que el trabajo de un broker en cualquier Bolsa llegue a costar varios millones. Por otra parte, si vende sus vagones al mejor comprador, la fábrica de Pasa a la página siguiente Viene de la página anterior Briansk deberá abandonar los clientes habituales con los que ha estado en contacto desde los tiempos del plan. El sueño de sus dirigentes es el de arrancar un contrato a un cliente extranjero que pague en una divisa potente. Pero no es fácil encontrarlo.

El nuevo sistema, casi completamente fuera del control estatal, facilita el rápido enriquecimiento de los que ocupan puestos claves en la economía y, evidentemente, de los intermediarios en los bancos, en las bolsas. Por regla general, todos los dirigentes de la industria eran miembros del partido, como también la mayor parte de los banqueros y de los agentes de Bolsa, mientras que los brokers provienen en su mayoría de la juventud dorada, de las nuevas generaciones de la nomenklatura. Todos ellos tienen en común el estar interesados en perpetuar un sistema que les permita llevar legalmente la gran vida inaccesible a los mortales comunes. Llamarles empresarios es demasiado. No han sido ellos los que han creado las empresas como la de Briansk, y mucho menos los combinat gigantes de los Urales, simplemente disponen ahora de estos negocios, embolsándose considerables beneficios. ¿Están relacionados con la mafia o con la economía sumergida? La respuesta es ambigua. La ausencia de reglas permite a cualquiera que disponga de un capital multiplicarlo con todo tipo de operaciones, facilitadas por la penuria. El blanqueo de dinero está simplificado por el hecho de que muchas operaciones se hacen con dinero líquido. En la antigua URSS, los talonarios de cheques, por no hablar de las cartas de créditos, son algo raro. Quien dispone de dinero ha aprendido con rapidez a hacerlo valer en el mundo político, patrocinando éste o aquel negoció que interese a ministros o diputados de cualquier tendencia. Recientemente, Alexandr Yákovlev se lamentaba de que Rusia, en la prisa por la democratización, no hubiera elegido a sus dirigentes y empresarios bajo un perfil ético. Pero en ninguna parte del mundo el dinero se conjuga con la ética, habría sido un milagro que Rusia fuera un excepción. No sirve de nada quejarse sobre el fraude organizado que prospera, ya que se trata en este caso de un fenómeno que acompaña por doquier la acumulación capitalista primitiva.

Los nuevos ricos son, por lógica, anticomunistas y, con los tiempos que corren, incluso antisoviéticos. Pero provienen casi todos del PCUS y para la gente personifican a la nomenklatura comunista. El joven ingeniero de Briansk, por ejemplo, no tiene duda: son siempre los mismos los que gobiernan y se llenan los bolsillos. Mis interlocutores, que iban en peregrinación hacia Davos, piensan de la misma forma: la última y curiosa revolución se ha hecho bajo la protección de la misma clase dirigente que estaba en el poder. Uno de ellos me cita precisamente como símbolo de esta situación extraña a Guennadi Búrbulis, alma negra de Yeltsin, ex profesor de comunismo científico, hoy anticomunista declarado. Se traslada en el enorme Zil que antes estaba a disposición de Yegor Ligachov y en el Kremlin ocupa el despacho que antes era del ideólogo Mijaíl Suslov. Para los anticomunistas de siempre, todos los que acaban de aterrizar en Moscú, como Borís Yeltsin y Guennadi Búrbulis, son los comunistas, aunque hayan arriado la bandera roja y suprimido la fiesta del Primero de Mayo. Alexandr Solzhenitsin espera en su casa de Vermont que expulsen a todos antes de volver a una Rusia convertida nuevamente a la fe ortodoxa.

El padre del ingeniero de Briansk fue herido dos veces en la guerra, había entrado en el partido en el frente y le ha sido fiel mientras ha vivido, es decir, hasta hace cuatro meses. Su hijo habla de él con mucho respeto, pero, como creció en la época brezneviana, nunca se le ocurrió entrar en el PCUS. Durante la campaña presidencial, la política entró en la familia: su madre se, declaró partidaria de Yeltsin, a su padre le parecía un Judas, y por lo que a él respecta, se mantuvo fuera, perplejo. Todavía hoy no consiente que se desprecie el pasado soviético en su totalidad, incluida la guerra contra los nazis, pero nutre un absoluto desprecio por los dirigentes comunistas, responsables de las desgracias del país. No sabe si algún tipo de socialismo tendrá alguna vez futuro, y al mismo tiempo desconfía de la retórica capitalista de los nuevos ricos. El trabajo en la fábrica le ha permitido estudiar, tener éxito en el deporte, una vivienda, aunque sea modesta: no puede imaginar su futuro fuera de ella. Y, sin embargo, sabe que está en peligro, funciona a trancas y a barrancas, será privatizada, aunque el sentido de esta operación no le resulte demasiado claro. Por esto tiene tanto miedo de un salto en el vacío. "No tengo en absoluto la mentalidad del asistido, he trabajado siempre", protesta, aun reconociendo que su fábrica, entre los imperativos del plan y la pésima organización del trabajo, no se ha preocupado ni de la productividad ni de modernizar la maquinaria.

Para mis expertos en camino hacia Davos, la perplejidad del joven de Briansk confirma de una manera contundente que los soviéticos son esquizofrénicos. Dependiendo del momento, vibran por el patrimonio glorioso heredado de la que fue la gran URSS o se deprimen por la convicción de que hay que empezar de cero. El modelo de vida encarnado por los ricos les seduciría, si la actual disminución del tenor de vida no alimentara la nostalgia de aquellos niveles modestos, pero seguros. En esta situación, los partidos no agregan y reina la atomización; hasta el nacionalismo ruso es superficial. El ingeniero de Briansk me ha dicho de forma lacónica: "En el pasaporte está escrito que soy ruso, así que será verdad".

Es la situación ideal para las minorías activas, los neobolcheviques, como llaman en Moscú a cualquiera que aspire al poder mediante la calle en vez de las urnas. Todos señalan con el dedo a su adversario acusándole de los más negros proyectos. Los demócratas sospechan que los nuevos partidos comunistas y socialistas -hay muchísimos- quieren renacionalizar todo como en 1917. La oposición que más o menos se agrupa en torno a la bandera roja atribuye, por el contrario, a los yeltsinianos la voluntad de instaurar una dictadura burguesa al servicio del capital extranjero, cuyas verdaderas intenciones son quedarse con todas las riquezas del país. El paisaje político de la ex URSS, empezando por el ruso, es extremadamente confuso, sobre todo porque ninguna de las fuerzas políticas -y hay muchas- es capaz de hacer un análisis serio de la situación, premisa necesaria para cualquier programa.

Los demócratas atrapados en el dogma liberal ni siquiera se dan cuenta de que no se puede aplicar la receta de la señora Thatcher en la antigua URSS sin situar al 90% de los habitantes en el umbral de la pobreza. La oposición no tiene en cuenta los cambios ya acaecidos en la estructura y en la economía del país; y si no defiende el puro y simple regreso al bloqueado sistema de ayer, que sólo podría imponerse mediante una represión masiva, no tiene las ideas muy claras sobre cómo volver a poner en marcha las fuerzas productivas, y mucho menos cómo hacer para que los trabajadores no estén más alienados respecto al poder y a la propiedad de las empresas. Lo mismo vale para el campo: es absurdo esperar, como hace Yeltsin, en unas decenas de millares de cultivadores directos -con exactitud, 59.000- cuando casi 30 millones de campesinos siguen trabajando en los koljoses y sovjoses, y es de ellos de los que depende el abastecimiento del país. Una buena política sería la de interesarlos en la producción conjuntamente con los trabajadores de las ciudades.

Todo muy acertado, pero no será en las orillas del Sena ni del Tíber en donde se formule el programa para una izquierda democrática rusa. Es suficiente constatar que en las últimas semanas el gran pánico, el opástno, empieza, en la antigua URSS, a acompañarse de una toma de conciencia sobre el peligro de que la actual terapia de choque conduzca a un callejón sin salida. Es el primer síntoma de una búsqueda menos aventurera de la que ha dominado los espíritus durante el último año.

Traducción: Valentina Valverde.

K. S. Karol es periodista francés especializado en cuestiones del Este.

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