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El agujero negro de la democracia

Los progresos que los acuerdos de Maastricht obligan a realizar a la Comunidad Europea se parecen al famoso vaso que se ha llenado hasta la mitad, y que los optimistas ven medio lleno y los pesimistas medio vacío. Ampliación del dominio comunitario en cuestiones de medio ambiente, de investigación, un embrión de ciudadanía, moneda única el 1 de enero de 1999 como muy tarde, inicio de una política común en cuestiones de diplomacia y seguridad, desarrollo de una política social común, aumento de los créditos a las regiones menos favorecidas, puesta en marcha de una decisión legislativa conjunta para el Parlamento Europeo: esto, en cuanto al lleno. Retraso de la moneda única, ausencia de política industrial y de política económica global, exclusión del Reino Unido de la política social, extrema debilidad de la unión política: esto, en cuanto al vacío.Los optimistas dicen que las proporciones respectivas van a mejorar poco a poco a favor del lleno por medio del juego del desarrollo del gran mercado único, que impulsó el desarrollo de las instituciones comunes. Tienen razón. Pero los pesimistas no se equivocan al destacar que las fortalecidas por el nuevo tratado revelan ya ser insuficientes para permitir la expansión de la Comunidad: tienen la capacidad justa para funcionar con doce, y es imprescindible reformarlas de nuevo para poder dar cabida a Austria y a Suecia, que ya son candidatas, y a los otros Estados de la EFTA que vendrán después. Más grave todavía es el crecimiento del déficit democrático que acarrean los acuerdos de Maastricht. Se corre el peligro de que ensanchen considerablemente el agujero negro que constituye el principal defecto del sistema político europeo desde sus orígenes.

Desde hace tiempo se viene advirtiendo que, al transferir a la Comunidad sectores de actividades que hasta ahora se decidían en los Parlamentos nacionales, pasan a depender de los Gobiernos que forman el Consejo, mientras que al Parlamento Europeo se le asignan a este respecto sólo unos poderes muy débiles. El tratado de Maastricht corrige levemente esta situación, al permitir que los diputados de Estrasburgo tomen decisiones conjuntamente con el Consejo. Pero estas decisiones quedan restringidas sólo a ciertos ámbitos, y se ven debilitadas por la complejidad del procedimiento. En cualquier caso, una decisión que hasta ahora dependía por completo de los representantes de los ciudadanos que ocupan un escaño en los Parlamentos nacionales sólo se transmite a medias a los representantes de los ciudadanos que ocupan un escaño en el Parlamento Europeo.

La otra mitad sigue cayendo en manos de los Gobiernos reunidos en el Consejo de la Comunidad. Es verdad que éstos proceden de los Parlamentos nacionales y son responsables ante ellos. Pero esa responsabilidad se hace casi impracticable, dado que el Consejo celebra sus sesiones y toma sus decisiones a puerta cerrada. En la conferencia de los Parlamentos de la Comunidad celebrada en Roma en noviembre de 1990, los representantes de los Parlamentos nacionales y de los diputados europeos estuvieron de acuerdo a la hora de exigir que se hicieran públicos los debates y las votaciones del Consejo reunido como organismo legislador, donde juega el papel de segunda Cámara de la Comunidad.

Sólo si se cumple esta condición, los actos de sus miembros serán controlados democráticamente por representantes del pueblo: en este caso, los elegidos por los Parlamentos nacionales podrán hacer uso efectivo de su poder para interpelar y censurar a los Gobiernos, tanto en sus decisiones comunitarias como en sus decisiones estatales. Observemos que no hay necesidad de un nuevo tratado para realizar una reforma tan fundamental. Bastaría con un reglamento interno establecido por el Consejo. Por supuesto, esa publicidad sería inconcebible en el ámbito de la política exterior y de seguridad. En estas cuestiones, los Parlamentos sólo pueden intervenir en las directrices fundamentales. Es algo que ya hacen los Parlamentos nacionales respecto a las negociaciones diplomáticas clásicas. Podrán seguir haciéndolo de la misma forma en las deliberaciones del Consejo de la Comunidad relativas a política exterior y de seguridad.

En este ámbito, la participación de los Gobiernos de cada Estado en las decisiones comunes del Consejo seguiría, por tanto, estando controlada. Pero esas decisiones estarán prácticamente fuera de control en su aspecto colectivo, que será esencial en lo sucesivo: el papel del Parlamento Europeo se verá reducido al de un órgano de consulta para el Consejo, es decir, a un puro intercambio de pareceres entre dos instituciones que no tienen ningún medio de actuar la una sobre la otra.

Así las cosas, se corre el riesgo de que el agujero negro de la democracia europea abarque a toda la política exterior de la Comunidad. No obstante, el Parlamento Europeo podría llenarlo indirectamente en el marco de sus prerrogativas, igual que podría hacerlo también el Consejo, dada la ausencia de publicidad de sus decisiones en materia legislativa. Bastaría con que los diputados de Estrasburgo sacaran a colación su control sobre la Comisión a través de su presidente, que ocupa un escaño en el Consejo. Si amenazan con hacer uso de su derecho a censurar a esa Comisión, tendrían una influencia sobre la política exterior.

Hay otro aspecto del agujero negro que se descuida demasiado: el carácter esotérico de los textos que definen las competencias de la Comunidad los hace incomprensibles para los ciudadanos. Las 306 páginas de los acuerdos de Maastricht (189 para el tratado propiamente dicho, 79 para los protocolos -a veces muy importantes- y 38 para las declaraciones anexas) se van a añadir a las 1.118 páginas del libro de tratados publicado en 1987. Este novelón no sólo es enorme, sino que muchas veces es además incomprensible, porque ha sido redactado por diplomáticos. Su función consiste en diseñar unas fórmulas lo más ambiguas posible para obtener un acuerdo entre Estados, de manera que cada uno pueda interpretarlas a su gusto. Semejante procedimiento es exactamente el contrario al de los políticos, que deben establecer las relaciones entre los gobernantes y el pueblo, y éstas exigen que las reglas que las definen sean claras.

La democracia no descansa sólo en unos Parlamentos que permiten que los ciudadanos participen en las decisiones a través de unos representantes libremente, elegidos, sino también en la existencia de Constituciones legibles, que hagan a los poderes públicos transparentes ante el pueblo. Ha llegado el momento de emprender, a través de una decisión conjunta del Consejo y del Parlamento, una tarea de codificación de los textos que regulan la Comunidad que los clarifique y establezca la diferencia entre disposiciones constitucionales y disposiciones orgánicas. Esto no sólo sería, útil para los ciudadanos, sino también para los medios de comunicación y para los gobernantes, que se pierden en este túnel laberíntico.

Maurice Duverger es profesor emérito de la Sorbona y diputado por Italia en el Parlamento Europeo.

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