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"Comer mal atonta"

En un momento de su vida profesional, el doctor Jean-Marie Bourre se hizo la siguiente pregunta: si es cierto que algunos alimentos llevan sustancias tóxicas para el cerebro, ¿puede pensarse en alimentos o regímenes que eviten los efectos de ciertos tóxicos?. "Una investigación centrada en la leche que toman los bebés, en las diferencias existentes entre las leches maternizadas y las llamadas adaptadas", explica, "rne permitió descubrir los efectos sobre un cerebo en formación de la carencia de ciertas grasas esenciales que sí con tiene la leche de la mujer o maternizada. La falta de esas grasas comportaba una modificación sutil en la estructura del cerebroP. La mala alimentación de bebé puede determinar nuestra capacidad de adultos.

R. Claro. Eso está demostrado. La mala alimentación -o la subnutrición puede determinar el peso de nuestro cerebro, el número de neuronas y de conexiones entre neuronas. La neurona que se tiene a los dos años es para toda la vida, o, mejor dicho hasta que se destruye, pero la que no se tiene ya no se tendrá nunca. Por otra parte, como el cerebro es un órgano prioritario, cuando necesita de un determinado elemento sabe buscarlo en el cuerpo, se lo arrebata a otro órgano, que será el que primero sufra las consecuencias.

P. En su libro habla de las supuestas ventajas de los regímenes vegetarianos estrictos y de sus limitaciones desde un punto de vista de calidad de vida.

R. Un régimen vegetariano bien estudiado, en el que no falten las proteínas, supone comer huevos, leche y queso. Pero para que sea correcto hace falta cierto nivel cultural, una buena información. El vegetariano puro o vegetaliano no consume proteínas animales, y es víctima de una alimentación desequilibrada. Por ejemplo, nada de lo que ingiere le aporta la vitamina B12.

P. Está también la cuestión del placer.

R. Al lado de la vertiente estrictamente biológica que supone ingerir alimentos, está la vertiente social y cultural que acompañan al acto alimentario y que son muy importantes. Si prescindimos de ciertos alimentos, prescindimos también de sabores, olores y texturas. Si sólo debiéramos comer lo que nos gusta de manera innata, nos conformaríamos con sustancias dulces. A un cocodrilo joven, a un mono joven y a un bebé les gusta el azúcar y rechazan lo amargo o lo ácido. Una persona a la que le han privado del lenguaje, le han privado también de desarrollar una parte de su cerebro, de su inteligencia y sensibilidad. Con la alimentación sucede lo mismo.

P. ¿Los adultos sin ninguna curiosidad gastronómica sonmenos inteligentes?

R. Primero hay que decir que una alimentación poco variada comporta carencia de vitaminas, de minerales, de ácidos esenciales... Si comes muy a menudo en un fast-food, en tu dieta van a faltar la vitamna B3, la C, etcétera. En la carta de un fast-food sólo tienen en cuenta lo dulce y lo salado, su espectro de sabores se limita a eso, a halagar lo que es innato y meramente animal, renunciando a los sabores que se valoran a través de un aprendizaje cultural. Al privilegiar lo dulce, esos locales son auténticas fábricas de obesos. En Estados Unidos, cada año hay 200.000 nuevos obesos debido al consumo de bebidas azucaradas. Y también está comprobado que un porcentaje alto de los exageradamente obesos tiene un nivel cultural bajo y vive en un contexto de empobrecimiento sensorial. Eso repercute en las capacidades del cerebro.

P. ¿La sensibilidad gastronómica puede ser hereditaria?

R. No veo por qué razón si el color de los ojos, del pelo o nuestras facciones dependen de un patrimonio genético, el cerebro debiera quedar al margen del factor hereditario. El umbral de sensibilidad de cada individuo es muy distinto. Es cierto que la cultura y la vida social pueden ayudar a borrar desigualdades genéticas, pero ésas existen y es estúpido negarlo.

P. El cerebro es capaz de ordenar la fabricación de opiáceos endógenos. ¿Significa eso que el organismo está capacitado para crear sus propias drogas contra el dolor o en busca del placer?

R. Es una hipótesis. Es cierto que el cerebro puede fabricarlos, porque hay cierto número de moléculas que están ahí, en nuestro organismo, para regular el placer y el dolor. Esa misma semencia de moléculas se encuentra en algunos alimentos, y hay que estudiar si podrían jugar un papel positivo respecto al cerebro. Por ahora es pura hipótesis.

Prolongar la vida

P. Su libro sólo es concebible escrito por un científico francés, o, mejor dicho, mediterráneo.

R. Probablemente. No hay que olvidar que si se toman como referencia tres países mediterráneos como Francia, España e Italia y se compara con Estados Unidos, nos daremos cuenta de que aquí el número de accidentes cardiovasculares es entre cinco y siete veces menor. Y probablemente fumamos y bebemos más que los norteamericanos. En nuestra alimentación el secreto radica en que ciertos excesos son corregidos por otros, que nuestra dieta tradicional nos permite esos excesos -que son muy agradables además-, porque los equilibra de manera natural.

P. ¿La buena alimentación puede prolongar la vida?

R. Soy de los que creen que la longevidad está escrita en el patrimonio genético. El problema de la salud pública es alargar la vida del máximo número de personas posible. Eso comporta chocar con nuevas enfermedades o disfunciones. Hace 150 años la menopausia de las mujeres no existía. ¡Eran tan pocas las que superaban los 45 años sin ser consideradas unas viejas! Ancianos con la enfermedad de Alzheimer tampoco los había, y ahora sí. Alargamos la vida y nos creamos otras dificultades. Tampoco sabemos cómo financiar los años de más de nuestros jubilados.

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