Las querellas
EL ECO que todavía obtiene Herri Batasuna (HB) se debe al atractivo que para una parte de la población tiene todo discurso tajante y maniqueo. Pero ese discurso es inseparable de la seguridad que da a sus seguidores el saberse a resguardo de ETA (frente al temor que esas siglas suscitan en la mayoría). Ello se manifiesta en comportamientos desafiantes para con casi todo el mundo: los demás partidos, la judicatura, los informadores. El mensaje ya no es "tenemos razón", sino "ETA está más fuerte que nunca". Esa actitud, transmitida en cascada, es la de los portavoces, pero también la de los manifestantes que piden más muertes o los alevines que rompen escaparates. Así, a la dificultad objetiva de evitar los golpes criminales de ETA se añade el agravio de ver cómo los amigos de los terroristas campan por sus respetos sin que aparentemente nadie les ponga coto.Tal vez el empleo de la palabra impunidad sea exagerado: abundantes querellas y denuncias han sido tramitadas estos años. Pero, aparte de que acabar con esa sensación de impunidad no sólo depende de los jueces, es cierto que la falta de respuesta visible a ciertos desarios tiene un demoledor efecto sobre la moral ciudadana. Algo que tenazmente buscan los terroristas: que la gente considere que no hay nada que hacer. O bien, que el desconcierto civil -tan gráficamente manifestado estos días en las opiniones recogidas por las emisoras de radio- les proporcione la coartada con la que siempre soñaron: los españoles odian a los vascos, la convivencia es imposible.
Pero tales reacciones emocionales serán dificílmente evitables Mientras subsista esa impresión de impotencia de los poderes públicos para poner freno a los desmanes y provocaciones de la parte visible del tinglado ETA-HB. Y aunque deberán ser los jueces quienes resuelvan qué actuaciones son delictivas y cuáles no, es responsabilidad de los gobernantes impulsar cuantas iniciativas legítimas estén en sus manos para hacer frente a esa pretensión de impunidad. Nadie ha puesto en duda que hay que ir hasta el final, cualquiera que sean los efectos que de ello se deriven, en la investigación de la red de extorsionadores. Seguramente habría también acuerdo para multar a los convocantes de mani festaciones en las que no se respeten los requisitos establecidos. Han surgido reticencias, en cambio, sobre las querellas presentadas contra varios portavoces de HB acusados de amenazas, desacato o apología del terrorismo.
Los argumentos principales son que las actuaciones que dan pie a las acusaciones están amparadas por el derecho a la libertad de opinión, especialménte protegido en el caso de los políticos; que, por ello mismo, no tienen encaje claro en el Código Penal, por lo que dificilmente darán motivo, a condenas, lo cual, dadas lag expectativas levantadas, sería muy desmoralizador (y deseducador respecto al papel de los jueces en un Estado de derecho); que permitiría a HB desviar la atención de lo verdaderamente importante, la red descubierta, e incluso jugar la baza del victimismo, a fin de reagrupar fuerzas y contener movimientos disgregadores que ahora podrían surgir.
Son razones de peso, aunque objetables en parte. Por ejemplo, no es lo mismo opinar que amenazar. Y no es lo mismo la amenaza de cualquiera que la de alguien cuyas espaldas cubre un pistolero. Si el límite penal debe ser inexistente, o en todo caso muy tenue, para lo primero, no ocurre lo mismo en lo demás: su grosor aumenta de conformidad a la gravedad de la amenaza. Es tarea, en todo caso, de los jueces dilucidar qué parte hay de opinión política y qué de otros posibles componentes en las expresiones investigadas. Si la desestimación de las querellas podría ser mal interpretada, lo mismo puede decirse de una actitud que diera la impresión de indiferencia ante la sensibilidad de los ciudadanos. Finalmente, transmitir la sensación de que se supeditala aplicación de la ley a criterios de oportunidad, como el de evitar la explotación del victimismo, es bastante arriesgado.
Parece razonable, en todo caso, evitar iniciativas que puedan poner en peligro el consenso existente. Si había dudas sobre las querellas, la prudencia hubiera aconsejado plantear el asunto a los firmantes de los pactos antiterroristas. Del mismo modo que si las hay sobre el cumplimiento íntegro de las penas por los terroristas o sobre, la forma de institucionalizar las indemnizaciones a las víctimas. La discusión en ese marco debería ser previa a la disputa pública. Por idénticos motivos, habría que evitar transmitir a la ciudadanía cualquier sensación de nerviosismo por parte de los responsables políticos. Sólo a ese factor psicológico cabría atribuir las insinuaciones de Felipe González, remachadú por el ministro del Interior, sobre una supuesta falta de diligencia de los jueces en la persecución de ciertos delitos. La energía tiene poco que ver con los arrebatos.
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