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Socialdemocracia en América Latina

En su artículo Los nuevos dogmas en América Latina (31 de enero), Jorge G. Castañeda señala que la situación de aguda desigualdad social creada por la crisis económica durante la pasada década, y agravada en muchos casos por políticas neoliberales de ajuste, parece convertir a las propuestas socialdemócratas en las únicas creíbles y deseables en la política latinoamericana. Sin embargo, la realidad parece ir por otro lado: la socialdemocracia sólo se mantiene en el gobierno, sola o en coalición, cuando aplica programas Idénticos a los de sus adversarios, y allí donde ha tratado de aplicar su propio programa sólo ha conseguido ser expulsada de] gobierno en medio del mayor descrédito.Castañeda parece atribuir la desbandada de la socialdemocracia latinoamericana a modas ideológicas, y apunta la posibilidad de que el viento de la moda cambie si se extiende el síndrome de Sendero: la amenaza revolucionaria puede llevar a las clases pudientes a admitir políticas socialdemócratas de redistribución. Entonces, el desafío para la socialdemocracia será lograr crear consenso sobre la necesidad de un nuevo pacto nacional que permita el encuentro de los protagonistas del anterior modelo de desarrollo con los eternos excluidos, "el campesinado pobre, los 'marginados urbanos', los grupos étnicos desposeídos".

Más allá de que en las líneas anteriores haya podido malinterpretar a Castañeda, por lo que me excuso de antemano, no puedo dejar de esbozar algunas reflexiones propias sobre el futuro de la socialdemocracia en América Latina. La primera es que no recuerdo ningún caso en que el modelo socialdemócrata de sociedad se haya construido en respuesta defensiva a una amenaza revolucionaria. De hecho, quienes, como el general Perón, han intentado convencer a las oligarquías de sus países de las ventajas de la redistribución para evitar la revolución, no sólo no han logrado modificar su tradicional preferencia por las ganancias inmediatas y tangibles, sino que en general no han sido exactamente socialdemócratas, sino lo que llamamos populistas.

La diferencia entre socialdemocracia y populismo tiene dos dimensiones. Una es política, y se refiere a la peculiar concepción, caudillista y autoritaria, que los populismos han mostrado tener de la democracia, incluyendo un marcado desprecio de las formas de la democracia liberal, desde el pluripartidismo a la libertad de expresión. La otra es económica: los populismos organizan la redistribución como un juego de suma cero, en el que un Estado extenso y clientelar financia una industria no competitiva (para la sustitución de las importaciones) con los ingresos de las exportaciones tradicionales, y mantiene el mercado interno protegido con tarifas o cuotas.

Paradójicamente, en estos tiempos en que se achacan a la CEPAL todos los males de América Latina, si algo puede decirse de la conocida tesis de Prebisch-Singer sobre el deterioro tendencial de los términos de intercambio es que precisamente permite de antemano prever la quiebra del modelo populista de redistribución: la caída de los ingresos por las exportaciones tradicionales pone un límite al proceso artificial de industrialización protegida. La CEPAL apostó por pasar de la sustitución fácil de, importaciones de manufacturas a la creación de una industria pesada clásica, a diferencia de los nuevos países industrializados de Asia, que pasaron de la sustitución de importaciones a la diversificación de las exportaciones.

Éste fue quizá un gran error, pero lo cierto en que el Estado populista estaba condenado a cometerlo, con CEPAL o sin ella, en función de la propia relación de fuerzas sociales que había creado la industrialización sustitutiva y de los intereses del Estado (clientelismo burocrático y corporativismo social). Como todos sabemos ahora, el modelo se hundió en la década de los ochenta, ahogado además por una deuda exterior en la que antes se había buscado un balón de oxígeno.

El misterio del desprestigio de la socialdemocracia en América Latina puede comprenderse mejor desde esta perspectiva: desde hace más de 10 años, un Gobierno que mantuviera la lógica de la redistribución populista, aunque la redefiniera como socialdemócrata, entraba en un callejón sin salida de inflación, crisis y bancarrota de las finanzas públicas. De aquellos polvos vinieron los lodos neoconservadores y las políticas brutales de ajuste, y no sólo de las modas ideológicas.

El problema de la socialdemocracia en América Latina es hoy el de la socialdemocracia en todo, el mundo: conseguir un modelo de crecimiento estable en un mercado mundial competitivo, y crear, a la vez, mecanismos de redistribución que no sólo eliminen una intolerable desigualdad social, sino que den al crecimiento económico la base de un mercado interno extenso y sólido. Ahora no es tan fácil (tampoco en Europa) como en la posguerra, cuando la redistribución creaba crecimiento: la competencia internacional exige crecer para poder redistribuir.

Las razones para ser optimistas sobre el futuro de la socialdemocracia en América Latina no vienen entonces, en mi opinión, del temor burgués a la insurrección social, sino de las debilidades del modelo neoconservador de crecimiento. Un consumo muy polarizado crea economías frágiles si las exportaciones dejan de crecer, y un Estado desmantelado y sin fuerza mal puede negociar con el capital internacional o asegurar las condiciones para la inversión interior. El capital puede verse obligado a abandonar sus nuevos dogmas por su propio interés económico, y la cuestión es si para entonces (quizá ya muy pronto) encontrará un interlocutor en una verdadera izquierda socialdemócrata o sólo se enfrentará (independientemente de las etiquetas) a los nostálgicos fantasmas del populismo.

Ludolfo Paramio es director de la Fundación Pablo Iglesias.

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