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La crisis norteamericana

Durante los últimos dos años, con la breve excepción de la euforia que siguió a la Tormenta del Desierto, los políticos y periodistas norteamericanos han estado debatiendo la cuestión de si el país atraviesa una recesión o una depresión. Yo personalmente, cuando veo que las habituales re bajas de enero empiezan tres se manas antes de Navidad, con una rebaja extra de un 20% o un 30% adicional unos días antes de Navidad; y cuando, en las calles de Nueva York o de San Francisco, me veo continuamente acosado por personas de todas las edades y razas que me preguntan si puedo darles algo suelto, considero que estoy asistiendo a una depresión. Pero mi propósito en este artículo no es hablar de la cuestión de la evidente crisis económica, sino hablar de los problemas socioeconómicos a largo plazo, para los cuales, a juzgar por lo que dicen, ni demócratas ni republicanos tienen ninguna solución creíble que ofrecer. El primer problema es el del aumento del paro estructural. Los predicadores del evangelio del capitalismo liberal siempre pueden responder que hay trabajo, y muy bien remunerado, para los físicos, los ingenieros especializados, los mecánicos, los médicos y los dentistas, y para la gente cualificada para las tareas administrativas y de gestión. Pero la agricultura ahora emplea a menos del 10% de la mano de obra que empleaba hace 60 o 70 años, y las cadenas de montaje de las fábricas que Chaplin retrató en Tiempos modernos empiezan a ser rápidamente sustituidas por procesos de fabricación automatizados. Esto significa que bastante más de la mitad de la población, los que pueden ofrecer sus músculos y su voluntad de trabajar, pero que carecen de una educación científica o profesional, están siendo relegados a servicios que no requieren especialización, como despachar hamburguesas en un McDonald's o pedirles algo de dinero suelto a los transeúntes más afortunados.Los norteamericanos están alarmados porque el paro alcanza actualmente el 7%, pero, en realidad, esta cifra oculta más de lo que revela de las dimensiones reales del problema. Hay millones de familias de clase media prósperas que viven en las afueras, cuyos hijos se dedican a cuidar niños, o a hacer trabajos esporádicos en hospitales y centros benéficos, o prolongan su estancia en la Universidad porque así están "haciendo algo". No están apuntados en las listas del paro, pero ni ellos ni sus padres pueden evitar preguntarse si la economía podrá ofrecerles alguna vez un empleo fijo.

La desaparición de los tradicionales empleos agrícolas e industriales afecta a todas las clases, y se ve agravada por una diferencia cada vez mayor entre los ricos y los pobres y, en especial, entre los blancos y los negros. La política fiscal de las administraciones de Bush y Reagan ha servido deliberadamente para disminuir la proporción de impuestos pagada por el 10% más rico de la población. En nombre del alto gobierno y de la lucha contra el despilfarro, también han reducido el gasto del Estado destinado a todo tipo de servicios sociales, infraestructura y educación. Al mismo tiempo, los estados y los ayuntamientos no disponen de recursos financieros para cubrir esas funciones, y así, la mayor parte de la vida política norteamericana se reduce actualmente al esfuerzo de los gobiernos locales, estatales y federales por culparse unos a otros de los errores que son evidentes para todos.

En cuanto al aspecto racial de estos problemas socieconómicos, el 12% de la población de Estados Unidos es de raza negra, pero más de la mitad de los presos y más de la mitad de las personas que viven de subsidios de la Seguridad Social son negros. Además, las madres, que a menudo no son más que adolescentes, y a veces las abuelas, son el único cabeza de familia que hay en más de la mitad de las familias negras. Tres de cada cinco niños negros nacidos desde finales de 1980 han sido hijos de madres solteras. Los negros también son autores y víctimas de un número de robos a mano armada y asesinatos que está muy por encima de la proporción que representa su porcentaje en el total de la población.

Las clases medias, constituidas por una mayoría de blancos y una minoría de negros, han huido de las grandes ciudades a los barrios de las afueras, con lo que ha disminuido la base presupuestaria de esas ciudades, y por consiguiente, se han agravado las dificultades para la financiación de las escuelas públicas, los servicios médicos y sociales, y la policía; y para el mantenimiento de las calzadas, del alumbrado de las calles, el suministro de agua y el alcantarillado. En cualquier caso, las clases medias que están censadas y votan, mientras que los pobres no suelen hacerlo, dejan bien claro que no están dispuestas a pagar impuestos para mantener unos servicios sociales que ven como subsidios involuntarios destinados a los pobres (que no lo merecen).

Es posible que al lector español le sorprenda que insista en el contraste entre blancos y negros en vez de en el contraste entre blancos y minorías. La explicación es que, aunque es verdad que sigue habiendo prejuicios contra los hispanos, los indios norteamericanos y los asiáticos, estas minorías han podido avanzar no sólo en el campo de los negocios y en el profesional, sino también en otros ámbitos más delicados, y por ello muy significativos, como los matrimonios mixtos, la libertad a la hora de elegir vivienda, y la aceptación social en los clubes de estudiantes, clubes de golf, etcétera. Cualesquiera que sean las causas profundas, durante los últimos 50 años la sociedad norteamericana ha demostrado tener mucha más capacidad para asimilar a las minorías hispana y asiática que para asimilar a su minoría negra.

El tercer gran problema, desde mi punto de vista, es la extendida parálisis intelectual y espiritual, evidente si se compara el Estados Unidos de hoy con el de los años treinta. En los años treinta, el new deal de Franklin Roosevelt hizo frente al desempleo masivo con programas de obras públicas, con los que se construyeron carreteras, escuelas, hospitales, oficinas de correos, bibliotecas y puentes, se repoblaron las laderas de montañas desnudas y se estableció un control del caudal de las grandes vías fluviales. Había una fuerte oposición que tachó esas medidas de bolchevismo, pero la gran mayoría de los ciudadanos aprobó que se usara el dinero de los impuestos para proporcionar un trabajo útil a los parados.

Claro que, en esa época, Estados Unidos no se había convertido en la nación más endeudada del mundo, gracias a una combinación de recortes fiscales y gastos en armamento. Entre los economistas conservadores está de moda señalar que el déficit actual equivale sólo a un 2% o un 3% del total del producto nacional, y por consiguiente, en términos comparativos, no difiere demasiado del déficit de muchos países. Pero el hecho es que ese déficit hace que, hoy en día, los políticos norteamericanos no puedan hablar de una inversión keynesiana en obras públicas como un medio para combatir la actual depresión.

Pero el aspecto más desalentador de la crisis general es la actitud de puro egoísmo. Los que han logrado triunfar prefieren mudarse a zonas residenciales de las afueras, instalar vallas electrificadas, comprarse armas y llevar a sus hijos a colegios privados. Teóricamente creen en los derechos humanos, y hasta en el derecho al aborto, pero luego votan en contra de unos impuestos que servirían para financiar colegios públicos y hospitales en el centro de la ciudad. Como dice el dicho, "dinero que no ha de tener vuelta, ¿quién lo suelta?". Mientras la afluencia de capital europeo y japonés impida que el dólar se hunda, la clase media próspera seguirá negándose a pagar unos impuestos que podrían eliminar el elevado déficit. En cuanto a la redistribución del empleo para paliar los efectos del desempleo estructural, sólo una escueta minoría de intelectuales intenta enfrentarse a esta cuestión. ¿Se imagina el lector a George Bush, Dan Quayle, Sam Nunn, Richard Gephardt o Mario Cuomo tomando las decisiones necesarias para restablecer la solidaridad económica y moral de los norteamericanos? Por desgracia, esta pregunta se responde a sí misma.

Gabriel Jackson es historiador.

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