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¿Dios o la espada?

Mario Vargas Llosa

A comienzos de los años sesenta, en París, formé parte de unos grupos que apoyaban al Frente de Liberación Nacional en su lucha por la independencia de Argelia. Los había organizado Fráncis Jeanson, un ensayista y profesor de filosofia, colaborador de Sartre en Les Temps Modernes. Me vinculó con ellos mi amigo François, con quien seguíamos, como alumnos libres, los cursos del tercer ciclo que dictaban en la Sorbona Lucien Goldinan y Roland Bartres. François era, como yo entonces, un sartreano convicto y confeso, y, para no servir en Argelia, en las filas de un Ejército colonial, había ayunado hasta contraer una tuberculosis. De esa resistencia pasiva pasó a la activa, militando en los reseaux de Jeanson.No sé exactamente lo que él hacía en ellos, pero lo que a mí me confiaban no tenía nada de heroico: guardar, por unos días, en mi departamento, unas cajas con folletos y volantes de propaganda y conseguir otros escondites, en casas de amigos. Una vez François me preguntó si podía alojar por una noche a un argelino. Acepté, pero el hombre no apareció. De modo que no creo haber visto en todo ese tiempo la cara de un solo resistente.

Nunca he lamentado esa mínima colaboración con el FLN. Los traumáticos trastornos que la historia contemporánea ha causado en las ideologías y en los valores políticos no han restado un ápice de solvencia al anticolonialismo, que debe figurar entre los principios claves de la democracia. Defender el derecho de las naciones a su propia soberanía -a organizarse y decidir su destino- me parece, hoy, una causa tan digna como hace 30 años, aun cuando, ahora, sea más lúcido sobre las enormes limitaciones que el subdesarrollo y la pobreza imponen a la noción de independencia (reduciéndola en muchos casos a mera caricatura).

Todo esto viene a cuento de una muy interesante discusión, en la que me tocó participar, en el Wissenchaftskolleg de Berlín, sobre los recientes sucesos en Argelia. Allí, como es sabido, un golpe militar interrumpió un proceso electoral democrático, en el que, en primera vuelta, los fundamentalistas islámicos obtuvieron una abrumadora victoria (188 escaños, sólo 28 menos de la mayoría absoluta, que el FIS habría alcanzado con facilidad en la segunda vuelta, el 16 de enero, si los militares no la hubieran impedido).

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Las cancillerías occidentales, de Washington a París, de Madrid a Londres, disimularon apenas el alivio que significó para ellas la intervención militar. Luego de rápidas declaraciones etéreas sobre las bondades de la democracia, los Gobiernos europeos y el norteamericano guardan discreto silencio sobre el putch, pues les parece el mal menor. No son los únicos. En la propia Argelia, sectores sociales secularizados, y sobre todo muchas mujeres a quienes espanta la idea de una dictadura de fanáticos religiosos, que impondría la ley coránica y trataría de retroceder la sociedad argelina a la Edad Media, se resignan al cuartelazo como algo más llevadero que aquella barbarie.Ésta era -también la opinión de muchos colegas del Wissenchaftskolleg que participaron en el debate. Librarse de una dictadura militar, sostenían, es más fácil que poner fin a un sistema religioso-totalitario tipo Irán o Sudán, en el que todos los mecanismos democráticos quedarían abolidos al mismo tiempo que se restablecerían los castigos corporales -cortar la mano del ladrón, lapidar a la adúltera, azotar al que bebe alcohol-, se entronizaría una censura cultural y política asfixiante, el espionaje y la delación generalizados y una represión inmisericorde al menor síntoma de disidencia. De la dictadura militar, en cambio, sólo cabe esperar nuevas dosis de esa corrupción que ya practicó, sin remilgos, el FLN en sus 30 años de monopolio del poder; lo que debilitará pronto al régimen y abrirá, en un futuro acaso cercano, una nueva ocasión al pueblo argelino de elegir la libertad.

Mi amigo Gabriel y yo les recordamos que esta oportunidad la tuvo, precisamente, el pueblo argelino el 26 de diciembre de 199 1, en la primera vuelta de los comicios legislativos -los más libres y abiertos que se hayan celebrado jamás en un país árabe- y que su elección fue inequívoca: entre 49 partidos que competían, muchos con programas democráticos, una abrumadora mayoría de votantes escogió al FIS. Y que, al verse burlada por los tanques, la adhesión popular al movimiento integrista islámico se fortalecerá y extenderá bajo la dictadura castrense. ¿Habría, pues, que justificar una perpetua dictadura militar en Argelia para librar a los argelinos de la opresión integrista que una mayoría desea?

Esto sólo puede sostenerlo quien cree que la democracia consiste en votar siempre bien, por opciones que refuerzan y regeneran el Estado de derecho, y que, como la democracia es el sistema mejor, o el menos malo, debe incluso imponerse por la fuerza a las naciones, hasta que éstas se vuelvan democráticas. En verdad, no ocurre así. Por el contrario, una de las razones por las que las sociedades árabes son tan alérgicas a las prácticas democráticas es que muchas de ellas asocian el pluralismo, el parlamentarismo, la libertad de prensa, la alternancia en el poder, a las potencias colonizadoras que antaño las tuvieron subyugadas. Lo que sirve de maravillas a los demagogos que predican el nacionalismo o el fundamentalismo religioso en nombre de la tradición propia, de la cultura aborigen que los invasores europeos quisieron pervertir. No sólo las masas ignorantes y enajenadas por el hambre y la explotación son sensibles a estas falacias; estamos viendo, y muy cerca, cómo pueblos muy bien comidos y bebidos y leídos se dejan embaucar por ellas.

A esas sociedades árabes mi amigo Gabriel las conoce al dedillo, pues las estudia desde que era adolescente, con esa constancia y minucia que revelan un profundo amor. Sobre todo, a Sudán. Cómo llegó Gabriel a

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¿Dios o la espada?

Viene de la página anteriorconvertirse en especialista en este desdichado país, víctima hoy de una de las más crueles formas de despotismo, es una historia que me maravilla. La he ido conociendo gracias al helado invierno de Berlín, que nos echó de los parques donde solíamos correr y nos confinó en un pequeño gimnasio en el que, tres veces por semana, sudamos la gota gorda juntos.

Recién graduado, Gabriel se presentó, en Oxford, a la cátedra de Bernard Lewis: quería hacer sus estudios de posgrado sobre Egipto. Pero el célebre arabista lo persuadió de que investigara, más bien, el Sudán, sobre el cual acababa de adquirir la Universidad una impresionante masa de documentos. Treinta años después, Gabriel es tal vez la persona que mejor conoce en el Occidente la historia, la cultura y la problemática de ese país. Los Gobiernos lo consultan, la cátedra y la revista a su cargo le han ganado renombre internacional. Sus libros versan sobre problemas políticos, pero también la etnología, el folclor, la diversidad étnica, los matices del árabe y la geografía sudaneses. En una conferencia que le oí, hace algunos meses, sobre la aplicación de la sharia por el presidente Yaafar al Numeiri (que se inauguró, en 1983, vaciando todas las botellas de whisky y demás bebidas alcohólicas que existían en Sudán en las barrosas aguas del Nilo), su enciclopédico conocimiento del paisaje, los accidentes naturales y los métodos productivos de las pequeñas aldeas perdidas en los desiertos indicaba que aquel profesor se había pasado allí toda la vida, oliendo, tocando y escrutando cada pulgada del país de sus amores.

Pero Gabriel no ha puesto nunca los pies en el Sudán. Y, como judío e israelí, es muy probable que no vea nunca con sus ojos aquel mundo al que ha dedicado sus noches y sus días a aprender. Me imagino que esta perspectiva debe infundirle una nostalgia profunda. Me cuenta que, a veces, en los congresos, o en sus viajes, celebra clandestinos encuentros con colegas sudaneses que, tomando inmensas precauciones -a veces, incluso, disfrazándose-, se arriesgan a entrevistarse con él, para discutir por unas horas eruditos asuntos de religión o de filología.

Su tesis es que, si los países árabes rechazan, en elecciones libres, la democracia representativa por regímenes integristas islámicos, esa decisión debe ser respetada. Yo también lo pienso así. Es una decisión lamentable, desde luego, que acarreará terribles sufrimientos a esos pueblos, pero es a éstos a quienes corresponde sacar las consecuencias del caso y corregir el daño, no a las democracias occidentales. Éstas tienen la obligación de impedir que aquellas dictaduras mesiánicas violenten el derecho internacional, ocupando a sus vecinos, como hizo Irak con Kuwait, y, sobre todo, de no apoyar económica o mifitarmente a esos regímenes. Pero no tienen derecho a prohibirle, a pueblo alguno, por primitiva y terrible que parezca su elección a la hora de votar, el régimen político que quiere darse.

Es verdad que, en la inmensa mayoría de los países árabes, no hay manera de saber cuál es la verdadera voluntad de los electores, porque o nunca hay elecciones o, cuando las hay, son una farsa, como las que organizan ritualmente Sadam Husem*

o Muammar el Gaddafi. En otros países árabes, de gobiernos más presentables, como Egipto o Marruecos, la manipulación electoral se hace de manera menos burda, con elegancia mexicana. Pero las elecciones argelinas del 26 de diciembre de 1991 fueron una excepción a la regla. Aunque atolondrado y muy corto, el país vivió, en la última etapa del presidente Chadli Benyedid, un auténtico proceso de apertura y una campaña electoral de veras libre en la que pudieron rivalizar todas las ideas.

La democracia es una anomalía en la historia de las naciones. La tradición de todas ellas es la de la violencia, la prepotencia y la arbitrariedad.Eso ocurre bajo el islam y ocurría bajo la cruz y también bajo esa forma moderna de religión dogmática representada por la hoz y el martillo. Algunos pueblos han roto con aquella tradición a través de un largo proceso económico y cultural, como' Inglaterra o Francia, y,otros, gracias a más cortas pero feroces experiencias, como Alemania, o las sociedades que encorsetaba la ex Unión Soviética. Otros tardarán decenas de años o siglos todavía, o no abandonarán nunca aquella tradición de estirpe intrínsecamente religiosa. La democracia es imposible sin un avanzado proceso de secularización, que, como ha ocurrido en Europa o en América Latina -donde el arraigo de la cultura democrática, aunque iniciado, es aún precario-, disocie el poder político del religioso.

En los países mayoritaria o totalmente musulmanes, la secularización no existe o está en pañales. Y al amparo de una religión dogmática y omnipresente en todas las manifestaciones de la vida, es inevitable que prosperen las dictaduras, expresión natural de aquella manera de pensar y creer. El cristianismo no fue menos dogmático y omnipresente que el islam y, sin la reforma protestante y lo que ella trajo consigo -justamente, un irreversible proceso de secularización en Occidente-, todavía estaría tal vez quemando herejes, censurando libros impíos y proveyendo una cobertura moral y filosófica para el absolutismo de los príncipes.

El aprendizaje -o más bien la creación- de esa preciosa libertad, que ahora es también patrimonio de rusos, letones, ucranios, bolivianos, nicaragúenses, españoles o polacos, ha costado a esos pueblos formidables sacrificios. Gracias a ellos fueron descubriendo la mejor manera no de ser más felices, sino de ser menos infelices, a través de un sistema que, pese a sus enormes deficiencias, por su debilidad misma frente al individuo, es el más apto para reducir la violencia, garantizar la coexistencia y crear oportunidades de prosperidad. Por eso se aferran a él ahora, aun cuando estén descubriendo que los beneficios de la democracia tardan en llegar y exigen, también, grandes esfuerzos. Cuando el pueblo argelino descubra, en la sangre, el sudor y las lágrimas, esta grisácea verdad comprenderá tal vez que no son los ¡mames intolerantes armados del libro sagrado y vociferando contra los sacrílegos los que le resolverán los muy terrestres problemas que enfrenta. Sólo entonces será propicia Argelia para esa libertad que tan resueltamente rechazó en las urnas.

Copyright Mario Vargas Llosa, 1992.

Copyright Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas, reservados a Diario EL PAÍS, SA, 1992.

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