Pobre Bill
Llega inesperadamente la esposa a su casa, harta de la niebla de Barajas que la ha tenido inmovilizada y sin volar durante medio día, y al entrar en la habitación conyugal se encuentra a su marido en calzoncillos junto a Barbie Superstar. El guión exige que el pobre hombre intente cubrir su desnudez con lo único que tiene, que es la palabra, y diga: "Cariño. Puedo explicártelo. No es lo que tú crees". Y cuando exclama "puedo explicártelo" está diciendo probablemente la única verdad del vodevil. El pobre crápula puede explicárselo, efectivamente. Pero ahora. No podía explicárselo antes de la infidelidad flagrante, cuando la convivencia iba tejiendo una tenue red para amortiguar las torpezas de los equilibristas de la pareja. El amor es un fluido secreto y volátil, imposible de trasegar en el hueco siempre poroso de las manos. A veces es necesario callar el amor, aunque sólo sea porque las palabras son irreversibles y los silencios, en cambio, son como almohadas del olvido.Dudo que Bill Clinton, el candidato a candidato demócrata, piense que su lío con la cantante es una historia de amor. Ella le acusa de no haber dicho la verdad respecto a sus relaciones, precisamente la única verdad que el candidato, siempre del brazo de su amantísima y brillante esposa, nunca podría decir. La prensa ha querido hacer un culebrón de esa historia tópica, pero en realidad está describiendo una pequeña tragedia de vendedores de lágrimas. Mal asunto cuando el amor sirve para engrasar la maquinaria de los noticieros. Nos ofrecen un rostro presuntamente humano de gente sin tacha cuando el máximo atributo del hombre es el pecado y la duda. Pero ahora sabemos que el candidato es un juguete del destino. Mientras la amante le delataba, él hacía ejecutar a un negro convicto y lobotomizado. Y ni siquiera tuvo que dirigirse a su gente para decir: "Cariño. Puedo explicártelo".
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